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Foto: Real Valladolid |
El niño de los guantes de oro irrumpió por la puerta grande en el fútbol profesional. Dando el mismo portazo que en su meteórica carrera en las categorías de formación. Porque Rubén Blanco Veiga (Mos, 1995) no solo se convirtió el domingo en Pucela en el portero más joven en debutar en Primera División desde 1943 (lo hizo con 17 años y 306 días), sino que además contribuyó de un modo decisivo al triunfo de su equipo con dos paradas para enseñarse al mundo balompédico. En la historia del fútbol español hay que viajar siete décadas en el tiempo para encontrar un precedente de mayor precocidad, el de Rivero en el Athletic, por 93 días menos que el mosense. En el Celta, es el más joven de cuantos arqueros ha tenido el equipo en Primera.
La eclosión de Rubén no es una sorpresa. Desde que se inició en el mundo del fútbol a los cinco años en el Santa Mariña no ha parado de crecer. Por eso antes de que el Celta se interesase, ya quiso el Barcelona llevárselo a La Masía, pero el conjunto vigués se encomendó al discurso de la proximidad y el entorno para que la joya se quedase en Vigo.
Cuando fichó por el Celta tenía 11 años y aunque su equipo era el infantil, enseguida comenzó a saltarse etapas. Tantas, que a los 16 ya entrenaba con el primer equipo a las órdenes de Herrera. La misma trayectoria supersónica que firma con las categorías inferiores de la selección española. A sus 17 años, ya es el titular de la sub 19 que en verano jugará el título Europeo.
Excelentes condiciones
Rubén lo tiene todo para triunfar. Quienes le han tutelado desde que viste de celeste alaban su blocaje, su colocación y su juego de pies. Con los dos. Aunque por encima de todo destaca su tranquilidad. «Si algún día tiene que jugar podemos estar tranquilos», dijo Patxi Villanueva cuando adoptó el puesto de suplente de Varas, y la profecía del hoy entrenador de porteros del Celta se ha cumplido. Solo hay que revisar su puesta en escena en Pucela. Se tomó su tiempo para calzarse sus atuendos de guerra y nada más salir, en vez de temblar como un flan le ganó un mano a mano al interminable Manucho. Después, voló a un cabezazo medido de Óscar para contribuir al triunfo.
En el campo fue el porterazo que lleva dentro y que ha encandilado a más de un grande de Europa, pero cuando la función terminó sacó a pasear el niño que todavía anida en su interior. Aunque maduro y trabajador, no ha terminado de crecer. Por eso al desenfundarse los guantes rompió a llorar sobre el césped de Zorrilla.
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