6:45 de la mañana y suena el despertador. Al contrario que
otros días, el molesto ruido de este horroroso aparatito no incordia tanto. Sólo,
con sigilo para no despertar al resto de residentes, un celtista se ducha, se
viste y baja a desayunar mientras repasa la edición digital del Faro de Vigo.
Cumpliendo la promesa del día anterior, visita y beso a mamá que adormilada
susurra: “suerte, no te metas en líos”. De camino al garaje, último paso por el
espejo para comprobar la buena posición de la bufanda, la correcta concordancia entre el color de la sudadera y la
camiseta celeste que sólo descubre sus mangas, y la conveniencia o no de llevar
el incómodo pero llamativo gorro de cascabeles.
Llegada a Balaídos
y primer sueño cumplido: aparcar justo delante de la puerta 18 de Río Bajo. Una
pena que este sábado el fútbol viaje a Valladolid. Con él lo harían también los
cientos de celtistas que aguardaban a las 8:00 por su sitio en un autobús, al
igual que los otros muchos que ya habían zarpado una hora antes o que lo harían
después en sus coches particulares. Tras el retraso de rigor, los autocares se
ponen en marcha. La hora no invita a demasiados cánticos, pero en el ambiente
se palpaba la inconsciente sensación de que esperaba un gran día.
Aunque no lo
parezca, Valladolid, pese a estar cerca está muy lejos. Casi seis horas de
viaje, con parada intermedia en A Gudiña, recolector ayer de celtistas. La
timidez desaparecía y las canciones comenzaban a aflorar. El trayecto era
pesado y aburrido, por lo que la llegada a la capital castellana supuso un
auténtico alivio. Desembarco y velocidad de crucero para llenar el depósito. La
comida transcurrió con debate, con tertulia acerca de la importancia del
partido, mientras alrededor se podía observar como muchos otros corrillos de
celtistas también compartían las mismas palabras: “el empate está bien, pero
ganar es medio ascenso”, “me da miedo la baja de Oubiña”, “yo pondría a Aspas de
titular”, “hay que tener cuidado con el Guerra este y con un tal Sisi”…
Digestión, recogida de entradas y acceso al estadio, donde aguardaban otros
muchos aficionados, aquellos que habían arribado en Valladolid horas antes y
que habían invadido literalmente la ciudad pucelana.
El encuentro
comenzó cual deja vù. Riazor vino al
recuerdo al ver cómo casi 2.000 celestes agacharon la cabeza en el minuto 13
con el gol de Javi Guerra. En el 14, las miradas abandonaron el suelo y los
brazos se fueron al cielo para acompañar los cánticos de ánimo hacia un Celta
que tenía que remontar. Después de un par de acercamientos Aspas puso el empate
y el celtista de nuestra historia vio como su cuerpo caía sobre la butaca,
empujado por otros que lo abrazaban vociferando una misma palabra, gol. Tras el
descanso, la segunda mitad trajo consigo la gran ocasión de Orellana, los
constantes ataques del conjunto local, canciones y más canciones. Sólo se oía a
la afición céltica cuando ya prácticamente todos firmaban el empate. Fue
entonces cuando la historia de Riazor cambió. Jofre marró una oportunidad
clamorosa y el Celta tuvo la réplica. Entre Toni, Orellana y Joan Tomás
hicieron el resto. Pucela era celeste.
Delirante,
excitante, increíble, apasionante, magnífico e incluso orgásmico son adjetivos
que no alcanzan a describir lo acontecido en la grada visitante del José
Zorilla. Esta vez nuestro celtista no tuvo la suerte de caer sobre la butaca,
sino que fue directamente al suelo, linchado por otros compañeros de
sentimiento incapaces de articular más palabra que esa magnífica de tres letras
que propició Joan Tomás. Sin nadie ya en el estadio, con las luces semiapagadas
y el equipo sobre el campo, los cánticos prosiguieron. La Rianxeira sonó en la
penumbra de Pucela, cantada incluso por dos chicos de Burgos, los cuales sólo
habían pisado Balaídos en una ocasión y a los que la magia de Mostovoi y Revivo
había convertido al celtismo. Expulsados del estadio tras más de media hora de
vítores, los autobuses se llenaron y emprendieron el camino de vuelta. La
alegría inicial se transformó en cansancio poco antes de pasar Benavente.
Nuestro celtista, dormido desde la entrada en Galicia, se despertó poco antes
de llegar a Vigo. Desde la soledad de la vigilia, sólo compartida por el
conductor, pudo ver como el resto de integrantes de aquel autocar dormían con
una sonrisa en los labios, fruto probablemente de estar disfrutando de un sueño
común que cada vez parece más real: la Primera División.
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