Es una realidad que el fútbol español vive un bipartidismo extremo desde hace ya no pocos años. Como celtista empedernido, cabezón y sentimental que soy, siempre me dio rabia comprobar cómo la mayoría de futboleros que conocí a lo largo de mi vida decían tener simpatías hacia el Madrid y el Barcelona. Algunos incluso ponían descaradamente por delante a uno de esos dos equipos a pesar de estar a kilómetros de distancia de su ciudad de nacimiento y residencia. Más rabia aún me daba comprobar cómo, al ir a Balaídos en uno de esos dos partidos, el estadio se llenaba de incondicionales madridistas/barcelonistas que saltaban y gritaban como locos ante los goles del equipo visitante. Me dolía y mucho.
Como hace poco comentaban en esta página mis compañeros Marcos y Álvaro, parece que hoy en día es casi obligatoria ser madridista o barcelonista. O que, a pesar de simpatizar por un equipo humilde, has de cubrirte las espaldas con un grande que ahogue tus penas en victorias, para mí, artificiales. No sería la primera vez que cuatro o cinco personajes visitan la Plaza de América para festejar títulos ajenos a nuestra querida ciudad celeste. En este aspecto soy tan pesimista como el que más: la prensa formada por periódicos deportivos, televisiones, radios y páginas webs dedicadas al fútbol contribuyen a que los niños, al fin y al cabo el futuro de este deporte, quieran ser Messis o Cristianos.
Pero, ¿qué pasa con los que quieren ser Bermejos o De Lucas? ¿O con los que, en otros casos de la geografía española, quieren ser Soldados, Valerones o Llorentes? También existen. Y en el día de ayer, para mi sorpresa, pude comprobar que la esperanza no ha desaparecido del todo. Que, aunque pocos, todavía quedan niños que se ilusionan más por ver a los jugadores del Celta que a las superestrellas lejanas e inalcanzables que viven y juegan a kilómetros y kilómetros de distancia. La historia devino tal que así:
Estaba un servidor pacientemente sentado en la zona central de la Plaza Elíptica, leyendo un libro cualquiera en una tarde cualquiera en la que, como muchas otras veces, me disponía a ver una película en los Cines del susodicho centro comercial. Tengo la costumbre de, intermitentemente, levantar la mirada hacia mi alrededor mientras leo en sitios públicos, por aquello de que la curiosidad mató al gato y también por el hecho de estar esperando a alguien. Así que, poco a poco, mi mirada se perdía entre el bullicio y la gente observando historias de todos los colores.
Y la casualidad quiso que me fijase en una pequeña pelota que correteaba por las escaleras mecánicas hasta pararse enfrente de mi situación. Un hombre con camiseta negra, despreocupado y amable, cogió la pelota y subió las escaleras para dársela a la niña que ostentaba su pertenencia. Mientras tanto, como si de un montaje paralelo cinematográfico se tratase, un niño de 11 o 12 años vestía la camiseta del Celta mientras paseaba por la zona con las que, me presupongo, eran su madre y su hermana. Su mirada se percató de la presencia del hombre de la camiseta negra y no pudo contener su emoción. Era Mario Bermejo, el delantero celeste ya recuperado de su desafortunada lesión. Raudo y veloz, entre nervios y alegría, el chaval le pide a su madre papel y bolígrafo para inmortalizar el encuentro con el jugador.
Mi mirada lo sigue subiendo de dos en dos las escaleras mecánicas hasta que mi posición no me permite ver el momento de la rúbrica. Curioso, dejo de leer y observo detenidamente el desenlace. Instantes después, el chico baja las escaleras con su hermana ostentando orgulloso su papel como si de un trofeo más importante que el de la Champions League se tratase. Sin disimular su emoción, le grita a su madre que eran Catalá, Bustos y Bermejo y que todos le firmaron amablemente su papel. Su sonrisa, sus gestos de pasión y en definitiva su celtismo me sacaron la sonrisa. Me sorprendieron por lo insólito que resulta, en nuestros días, encontrar a un chaval tan implicado con el celtismo, luciendo orgulloso su zamarra y emocionándose por la firma de tres jugadores que, sin ser ninguna estrella, son jugadores de “su” Celtiña.
Me recordó mi infancia, mi emoción, mi identificación con el equipo de mi familia y de mi ciudad. Mis obstinadas respuestas cuando una persona cualquiera me preguntaba si era del Barça o del Madrid. Frunciendo el ceño, orgulloso y sin dudar decía: “Yo soy del Celta”. Entonces, insistentes, me preguntaban de quién era después. “Después del Celta…Y después del Celta otra vez”, decía cabezón y casi al borde del enfado. Recordé cómo, cuando nos jugábamos el descenso (que finalmente se produjo) contra el Barça de Ronaldinho en su primer año, una marea de gente compuesta en su mayoría por niños y adolescentes acudía de forma obsesiva a la llegada de los barcelonistas a Balaídos. Yo, que no sentía más simpatía hacia el Barça que mi alucinación futbolera al genio de “Dinho”, me lancé con cinco o seis personas más a la llegada de los nuestros. Animé a Gustavo, Pinto y Oubiña. Me saqué fotos con ellos y me sentí orgulloso de que fuesen mis jugadores. Aunque no los conociese medio mundo, aunque no saliesen en todos los telediarios. Eran los jugadores del Celta y con eso me llegaba.
Me transporté al presente y seguí sonriendo ante la emoción del chaval con su papel, el cual estoy seguro que guardó como un tesoro bañado en el mejor de los oros. Lo vi irse, con la sonrisa de oreja a oreja, pensando que el domingo cantará en Balaídos los goles de nuestro Celta y le contará a sus amigos que él una vez estuvo con bermejo, Catalá y Bustos. Y que se sintió feliz, tan feliz como se siente cada día que pasa por ser del Celta única y exclusivamente. Porque esas cosas amigos, son intransferibles.
Aún hay esperanza
Publicado por Germán Pérez Iglesias el 10/07/2011 02:30:00 p. m.
P.D.: No se rían mucho de la foto de un servidor luciendo Celtismo (con una camiseta más que mítica) cuando apenas contaba con 6 o 7 años.
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