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Foto: LOF |
En 1941 el Celta era poco más que un equipo adolescente al que aún le estaba empezando a salir la barba (apenas tenía dieciocho añitos) y ganar en el campo del Barcelona no alcanzaba todavía la dimensión actual. La Primera División llevaba una docena de ediciones y los equipos aún trataban de encontrar su espacio en un deporte que peleaba por ganar protagonismo en un país completamente destrozado por una guerra. En ese contexto era complicado entender el significado de ganar al Barcelona en su estadio. Sucedió con los equipos que se apuntaron los primeros trofeos nacionales o al Real Madrid cuando levantó su primera Copa de Europa. Desconocían la importancia que esos triunfos tendría en el futuro.
Fue el tiempo el que convirtió en legendario el triunfo del "Celta de los canarios" en Les Corts gracias a los dos goles de Roig. El fútbol se alimenta de sueños, de esperanzas, de noches en blanco. Para el Celta ganar en el Camp Nou era posiblemente el deseo que le faltaba por cumplir. Cayeron otras plazas, metas que parecían impensables, pero el Camp Nou permanecía como el eterno desafío para el Celta, inaccesible, retorcido, imposible. Habíamos perdido casi toda la esperanza después de aquella etapa en la que Mostovoi salió una docena de veces de allí con el morro torcido. Si aquel equipo deslumbrante que derribó estadios míticos no lo habría logrado, ya nunca lo conseguiremos. Inevitable pensarlo. Siempre sucedía algo en ese lugar que acabó por tener algo maléfico. La lógica que impone el Barcelona, los arbitrajes "diplomáticos" , los propios errores del Celta... cada año una decepción que aumentaba la leyenda alrededor de los goles de Roig en Les Corts.
La victoria del Celta de ayer es sobre todo el triunfo de todas aquellas generaciones de celtistas que soñaban con que su equipo pusiese el Camp Nou a sus pies. Sucedió curiosamente un Día de Difuntos, como un homenaje a quienes se fueron sin disfrutar de este momento mágico. Tan delicioso que parece irreal. Podremos discutir muchas cosas sobre el partido, el barcelonismo se amparará en las paradas de Sergio (que cobra por eso), en las ocasiones falladas (el Barcelona tuvo más oportunidades que fútbol, algo lógico cuando alineas el mejor ataque que puede haber en el mundo) o en la efectividad del Celta (lo que no deja de ser una gigantesca virtud de ese señor llamado Larrivey). Lejos de Vigo apenas se reparará en la grandeza de un equipo de provincias que se fue al Camp Nou con el colmillo afilado, convencido de que tenía armas para hacer daño a una plantilla tan descomunal como la azulgrana. En Barcelona a veces se han acostumbrado a equipos más pendientes de cambiar las camisetas con sus figuras que de jugar al fútbol. El Celta ha construido un equipo tan entregado como atrevido y que cumple el único requisito que le pide su gente: que les hagan sentirse orgullosos. Ayer cayó el último muro. El Camp Nou. Lo hizo con la angustia habitual de sus grandes triunfos. En esos últimos minutos, con el corazón a punto de explotar, más de siete generaciones de celtistas defendían las últimas embestidas de Messi.
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