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TOORU SHIMADA |
Suena a malintencionado paralelismo desde hace varias semanas. Cuanto más soñamos con alejarnos del descanso, más cerca lo tenemos. El Celta observa la permanencia como si fuese un más allá, otra vida, una realidad casi imposible por mucho discurso psicológico y reactivo que se escuche tras la derrota fúnebre de Mallorca. El colista superó al penúltimo sin excesiva argumentación futbolística con un tanto ridículo en la última jugada del encuentro y ahora los jugadores de Abel Resino cierran la tabla clasificatoria, un reflejo de ese cambio técnico que ha valido para muy poco. Los célticos necesitan casi un milagro y la dudosa reacción tiene una última posibilidad: el choque del lunes ante el Zaragoza.
La alineación celeste y el planteamiento inicial daba ciertas esperanzas cuando el balón comenzó a rodar en campo bermellón. No sé si os habéis dado cuenta, pero cada vez nos conformamos con menos, mucho menos. Con tan poco que la ocasión inmejorable de Álex López, un extraordinario regalo local, nos hizo creer en alguna acción esporádica y fructífera para hacer el 0-1 en un primer tiempo insípido. Defensivamente, el equipo aguantó bien, aunque en ataque estuvo prácticamente nulo. El panorama cambió, bien por un arrebato de ambición o por la pájara del Mallorca, tras pasar por los vestuarios, pero el Celta ni siquiera supo transformar en, como mínimo, un gol las facilidades en el área ajena. La sombra de Aspas es tan alargada que anula la verticalidad de una propuesta horizontal, aérea y tan desesperada como desconfiada en la finalización.
Parecía que el partido estaba en el punto justo de cocción, sin demasiado lucimiento visitante y hasta aparentando una visión estratégica por el desarrollo de los acontecimientos. De súbito, la película cambió de guión hacia un encierro inesperado que hizo tambalear un punto de escasa validez. Faltaba el bucle interminable, el rechace rematado a placer ante una mirada múltiple, dolorosamente estática. No fue el puñal del enemigo, sino una herida hecha con nuestras propias manos. Se comprenden las quejas por los dos penaltis no señalados, aunque uno ya ha perdido la paciencia en tanta reinterpretación de un hecho obvio: la incapacidad para ganar. Lo insólito e inevitable es seguir soñando.
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