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MARTA G. BREA |
Parece el día. Mañana destemplada. Se intuye en la alineación rival, sin cariño notable hacia Trashorras o Jordi pese a sus declaraciones de amor filial. El fútbol gallego tiene su propio parte meteorológico. Sábado de sol y domingo de lluvia. El encuentro ahondará en las heridas. Aunque no se sabe si los hinchas abroncan a Park o a Abel en la sustitución del coreano, el síntoma se antoja claro. Al celtismo se le ha nublado el ceño.
Delibasic marca, equivoca el gesto en la celebración y después pide perdón. Es la sentencia. Aún quedan las gradas casi en silencio. Algún cántico débil. Rumor de pisadas hacia la salida, en leve pero constante goteo. Algunos se van. Los que se quedan ha de ser para el enfado, se intuye.
El árbitro prologa y silba. El final, concretamente. La espita borbotea como un géiser que se va desperezando. Un chirrido de locomotora que se aproxima por el horizonte. Crece y crece, amenazando tormenta... Y de repente se diluye. Se ha quedado en brisa, en quejido de asmático. El "Celta, Celta" lo sobrepasa y se le impone. El aplauso, que los jugadores devolverán desde el centro del campo, entre agradecidos y extrañados.
Al celtismo le ha cambiado el carácter. Es materia de estudio. Será el lustro en Segunda o la renovación generacional que el ascenso ha supuesto. Sangre joven, optimista, aún invulnerable a los pellizcos de la vida.
"¿No cesará este rayo que me habita el corazón de exasperadas fieras?", se preguntaba Miguel Hernández. El Celta hiere a los suyos más que el Rayo. Pese a ello, el celtismo ni cesa ni se agota. Sigue besándose en el hijo profundo.
Armando Álvarez / Faro de Vigo
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