Restan escasos cuatro días para regresar. Aquel 17 de junio
de 2007 ha durado hasta ahora. Ese día el Celta perdía la categoría de una
manera cruel. El equipo, sentenciado tres semanas atrás, parecía aferrarse a la
vida tras doblegar consecutivamente a Betis, Atlético y Getafe. Dicen que
aquellos destinados a morir acostumbran a presentar falsos síntomas de
recuperación en los días previos al fallecimiento. Los goles del ex-céltico Edú
en el Sardinero hicieron cierta esa afirmación. El Celta volvía a caer.
Pero esta vez, el
infierno no fue tan efímero como tres años atrás. A los vigueses les esperaba
una de las más oscuras etapas de la historia del club. Un lustro completo de sufrimiento en el que la penuria económica
y futbolística rivalizaron durante cierto tiempo dando lugar a una situación
desesperante. En junio de 2008, agobiado por un balance insostenible, el club
presidido por Carlos Mouriño solicita la entrada en Concurso de Acreedores. Un proceso concursal complicado y tortuoso que
finalizó casi un año después tras una quita que redujo la deuda con los
acreedores en casi 40 millones de euros. Por esas fechas, en los albores del
verano de 2009, un chaval de la casa, Iago Aspas, evitaba el descenso a Segunda
División B de un Celta que se asomaba al abismo de la desaparición. Semejante “logro”
fue festejado por algunos en Praza América. Otros prefirieron irse a casa,
esconder la cabeza tras la sábana y desear que terminara ese mal sueño. El
Celta había tocado fondo.
A partir de ese
momento, la entidad olívica comenzó a remontar. Miguel Torrecilla sustituyó en
el cargo de director deportivo a un Ramón Martínez al que le sobraron contactos
y le faltaron conocimientos. Eusebio trajo una tranquilidad al banquillo que el
club no encontró con Stoichkov, López Caro, Antonio López, Alejandro Menéndez o
Pepe Murcia. De su valiente apuesta por la cantera nació el equipo que un año
después pelearía por el ascenso de la mano de Paco Herrera, pero al que una
fatalidad en Granada personificada en la figura de Michu privó del ascenso. Un
año después, Oubiña, ese futbolista al que la desgracia le robó un futuro
prometedor, recuperó su mejor versión para capitanear a un Celta en el que
destacaba la gente de la casa: Álex López, Hugo Mallo, Roberto Lago, Andrés
Túñez y sobre todo ese chaval de Moaña que evitó el infierno primero y acercó
el cielo después con sus 23 goles en una misma temporada. Cinco junios más
tarde, el Celta volvía a sonreir.
La rueda de prensa
ofrecida ayer por el presidente Carlos Mouriño debe entenderse como esa visita
al hospital en la que el galeno confirma la recuperación del enfermo. El club
olívico ya ha obtenido el alta, aunque deberá cuidarse para evitar posibles
recaídas. La deuda actual ha descendido a los 17`725 millones de euros,
mientras que el presupuesto que manejarán los olívicos en el nuevo curso que
empieza rondará los 33 millones de euros. Sin duda, una situación económica
envidiable que ya quisieran para sí muchos de los equipos que compartirán
categoría con el equipo dirigido por Paco Herrera. Además, esa afición desencantada y frustrada
que abandonó Balaídos tras aquel descenso ante el Getafe (la gran mayoría para
no volver), parece haberse enganchado de nuevo. Los síntomas de recuperación
del celtismo durante la temporada pasada se han confirmado en esta: 22.500
socios, una cifra histórica para el club celeste.
El Celta ha
resucitado, ha resurgido de sus cenizas cual ave fénix. Un equipo en Primera,
una situación financiera envidiable, una masa social recuperada y un plantel
compuesto en su mayoría por futbolistas criados en A Madroa. Decía Oubiña tras
el ascenso que estos cinco años en Segunda han servido para que el Celta
recupere su esencia, la de un equipo humilde, trabajador, austero y sostenido
por gente de la tierra. Todo esto parecía imposible hace tan sólo unos años. El
sábado todo habrá pasado, comienza una nueva etapa. El Celta y el celtismo
deben estar orgullosos de haber conseguido algo muy difícil de lograr: tocar
fondo y regresar a la superficie.
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