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Foto: Peña Blau Cel |
En el carrusel de la vida,
disfrutamos y padecemos en muchos momentos. A veces la felicidad sólo dura un
instante. A veces, tenemos la sensación de que la tristeza se hace muy larga.
Por ello, por todas las sensaciones que nos ha transmitido, por el orgullo de
saber que en el césped estaba la prolongación de nuestros gritos de apoyo,
porque confiamos en ellos y nunca nos fallaron…por todo ello, la última
temporada del Celtiña en Segunda quedará grabada eternamente en nuestras mentes
y en nuestros corazones.
Ahora es cuando echamos la vista
atrás para recordar lo que supone este ascenso. Hay quien todavía enciende el
teletexto de forma autómata para comprobar fehacientemente que sí, joder, que
el Celta está en Primera.
Y es que después de 5 largos años
en el pozo negro, de pocas sonrisas y muchas lágrimas, de los sinsabores de una
competición que nos deparaba derrota tras derrota, después de todo, siempre
acaba saliendo el sol para dejar atrás, parafraseando a Celso Emilio Ferreiro y
salvando todas las distancias conceptuales que haya que salvar, esta “longa
noite de pedra”.
Comentaban los jugadores estos
días que ellos agradecían ver el estadio lleno, pero que a quién le gustaría
dar las gracias de un modo más sincero es a los pocos miles que les acompañamos
fielmente durante esta travesía por el desierto.
Tengo un gran amigo, que con la
fina ironía que le caracteriza, gusta de decir que lo mejor de estos 5 años ha
sido conocer a la pandilla de celtistas que cada fin de semana nos buscábamos
para hacer más llevaderos los sinsabores de la Liga Adelante. Amigos que,
como si de una selección natural fuese, nos hemos hecho más fuertes
individualmente y como grupo.
De ellos me he acordado todos
estos días. Sí amigos, no puedo citaros aquí, pero todos y cada uno de vosotros
sabéis quienes sois los elegidos. Grandes celtistas con los que he tenido el
placer de viajar con el Celta, animar en cada estadio de segunda y buscar su
hombro para compartir algún que otro sollozo.
Nunca olvidaré los húmedos
lamentos de los que, aquel 20 de mayo de 2007, acompañamos al equipo en Anoeta,
en una jornada aciaga que nos dejaba con pie y medio en la oscuridad de la
Segunda División. Y si recuerdo esa maldita tarde, hay una imagen que se cuela con
fuerza en los entresijos de la mente: la de un aturdido Oubiña que buscó a su
madre en la grada para fundirse, desconsolado, en un abrazo que compartimos
todos los celtistas.
Días después, con un equipo a la
deriva y pocas posibilidades de salvación, acudimos al entrenamiento en la
Madroa con la intención de dar ánimos a los futbolistas. Recuerdo que allí se
encontraba el nuevo presidente, un cuasi-desconocido Carlos Mouriño, que, con
ojos vidriosos, se acercó a nosotros para darnos las gracias por estar ahí.
Tampoco puedo borrar de la
memoria la noche que encontré a Rubén, Notario y Ghilas divirtiéndose entre
chicas y copas mientras yo me aguantaba las lágrimas de rabia y frustración de
lo que suponía haber perdido 4-0 en Zaragoza para un equipo que bordeaba la
segunda B. Una categoría que seguimos viendo muy cercana hasta aquella mágica
tarde en la que la valentía de Eusebio Sacristán sacó al campo a aquel que está
llamado a marcar una época en Vigo, Iago Aspas. Sus dos goles al Alavés
sumieron en un mar de lágrimas de alegría a todos los que estábamos en la
grada. Lloros de emoción contenida, lágrimas de humilde felicidad.
Ha pasado tiempo desde ese día.
Las semillas que sembró Eusebio, las ha regado y cuidado con mimo Paco Herrera.
No tengo suficientes adjetivos para calificar su labor, pero lo que sí sé es
que ha conseguido convertir los lamentos y sinsabores en lágrimas de orgullo y
felicidad. Y por ello, le doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón.
Sin embargo, no se suele salir impoluto
del oscuro túnel. Es un trayecto terrible, de 42 largas jornadas en las que, a
la mínima de cambio, te viene a la mente el sufrimiento de Los Cármenes. Cada
jornada que se torcían las cosas, el público mentaba el penalti de Michu. Pero
se equivocaban. De Granada me quedo con los 300 que animamos sin descanso a
pesar de todo. Y es que caerse está permitido, pero levantarse es obligatorio.
Ese espíritu de comunión total
con el equipo ha permitido que la afición lo levantase para remontar el partido
contra el Xerez. Los tres puntos eran totalmente necesarios para volver a
respirar el aroma de Primera. Pero una tarjeta roja a Sergio y el
correspondiente penalti torcieron el gesto de una hinchada que empezaba a
volver a ver nubarrones sobre su cabeza. Era el minuto 6. Sin embargo, los 13.099
presentes decidimos que era nuestro momento. Y así, espoleados por la grada,
los jugadores alcanzaron el 4-1 final.
Lágrimas de felicidad, de rabia,
de emoción, de orgullo,…
Quedaban dos pasitos más. El
primero, en Tarragona, donde una marea celeste invadió el Nou Estadi. Los
celtistas allí congregados nos las prometíamos muy felices con el 0-2, hasta
que en el minuto 65, el rival Longás acierta con un disparo desde el centro del
campo. Las sonrisas se convierten en nervios, y los arreones en la animación
tenían un plus de rabia contenida. El árbitro pita el final y mi mirada sólo
acierta a buscar a aquellos que han compartido conmigo estos 5 años en el pozo
negro. Lágrimas en cada uno de nosotros, abrazos con todas las fuerzas,
sonrisas de niños pequeños, éxtasis…Amigos, sólo acierto a decir: Gracias por
compartirlo a mi lado!
Mientras, en el campo
tarraconense, jugadores y cuerpo técnico dan rienda suelta a su euforia. Todo
pasión. Pero falta una persona por hacer acto de presencia. Es Carlos Mouriño,
el presidente. Las lágrimas que corren por su mejilla son las de los miles de
celtistas que no han dejado de apoyar, pero también las de aquellos que desde
la distancia de la grada, ofrecen todo su cariño eterno a una persona, Mouriño,
que nunca dejó al equipo sólo, que no lo abandonó en los peores momentos y que puede
contar para siempre con nuestro reconocimiento absoluto.
@braisinhoalonso
@braisinhoalonso
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Foto: Ricardo Grobas |
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