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Foto: Óscar Vázquez |
El fútbol es un juego, y el que se olvide de jugar está muerto. Los grandes cracks son aquellos que se toman este deporte como lo que es, sin pensar en mucho más. Herrera suele decir de Aspas que es un futbolista de la calle, que sigue siendo el mismo que correteaba por los prados y pistas de Moaña detrás de un balón. Los que lo conocen dan fe, sigue teniendo la inocencia de quién cree que el final del partido es cuando el sol se ha puesto y no cuando pita el árbitro. Jugaría al fútbol hasta la extenuación, y aún así, sacaría fuerzas para una última carrera.
El profesionalismo le está poniendo a prueba. No tolera la injustica, le corroe por dentro. Por eso reacciona con excesos, verbaliza y gesticula demasiado su indignación. Pero sigue siendo aquel que se enfadaba cuando le pitaban una falta en la pista de su colegio. Ya en el patio era el mejor. No hace falta haberlo conocido para saberlo. Y esa cualidad, perjudicial en muchos casos, es la que le convierte en lo que hoy es. Ha sabido pelear contra situaciones delicada, complicadas en muchos casos. Siendo suplente supo ganarse la titularidad, y asumir que podía volver a perderla.
Salió aquel día ante el Alavés, por primera vez como celeste en Balaídos y ante 30.000 espectadores dominados por el pánico a un descenso que podría lastrar definitivamente el futuro de la entidad. Salió y marcó. No un gol, sino dos. El celtismo lo acogió como héroe, como el salvador que nunca le fallará. Y casi nunca lo hace. Ayer volvió a ser fundamental. Sabía que era muy grande, pero hubo un detalle que no olvidaré jamás. Minuto 48 de partido, Orellana es derribado dentro del área y el portero xerecista es expulsado por doble tarjeta amarilla.
¿Quién lanza el penalty? Complicado, ya que ultimamente hay varios jugadores que han fallado. Iago Aspas se dirige al balón sin vacilación. Ahí es donde se ven los hombres. No era fácil, ya que la expulsión del portero obliga a que el penalty se retrase. Doblas apuraba su calentamiento pero no acababa de entrar. Pudieron pasar tranquilamente dos o tres minutos. Quizás más, quizás menos, es difícil ser objetivo cuando esperas esa eternidad.
¿Y qué hacía Iago Aspas mientras tanto? ¿Qué hacía el hombre que tenía ante sí la responsabilidad de un penalty que podía acercar o alejar un ascenso? ¿Qué hacía el jugador sobre cuya espalda resposaba la ilusión y la esperanza de todo el celtismo? ¿Qué hacía? Juguetear con el balón. Le daba toques con la cabeza, lo pasaba de un brazo a otro, lo dejaba caer, ahora lo volvía a tocar con la mano, más cabezazos. ¿Nervioso? Seguro, pero deseando tener su ocasión para tirar. Donde otros inspiran muy fuerte y fallan penaltis, nuestro Iago Aspas juguetea a la espera de la ejecución. Nació para esto.
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