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Foto: José Lores |
Mientras que en A Coruña ya han sacado el descapotable por las calles hace tiempo, en Vigo la sensación es otra. Disfrutamos del momento, de la racha y de los puntos que vamos arañando cada semana, donde el colchón se va ampliando de forma inexorable, pero miramos con el rabillo del ojo lo que sucedió el año pasado. Pero claro, eso es una cosa y otra distinta es la inevitable tentación de sentir que gran parte del camino está recorrido, que este equipo da motivos para pensar que será diferente a lo que pasó en años pasados, que la lección está aprendida y el sueño más cerca de cumplirse.
El ser humano aprende a partir de los golpes, que son los que van marcando la personalidad de cada individuo. El celtismo está curado ya de espantos, hemos sufrido tanto en los últimos años que casi nos hemos vuelto insensibles, pero tenemos la sensación de que ya nos toca disfrutar, de que nuestro momento ha llegado. Hemos soportado los reveses con una estoicidad casi heroica. Incluso el año pasado, después del descalabro final que nos llevó a ver el ascenso directo como una quimera inabordable y el play-off como una cima inalcanzable, fuimos capaces de recuperarnos y llegar a la promoción de ascenso con la ilusión de un niño el día de Reyes.
Somos así, estamos deseando tener algo por lo que luchar, algo que conseguir. Nuestros brazos se alzan como resortes cada vez que el Celta marca, y eso sucede muchas veces este año. Así que es lógico que muchos ya empiecen a pensar que esto está hecho, pero creo que en el ambiente flota una especie de euforia contenida, que costará reprimir cuanto más cerca esté el objetivo.
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