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Foto: Marta G. Brea |
El portero céltico, primero, optó por echar el balón al piso para chutarlo cuando tenía un jugador rival a escasos metros. Como si no lo hubiese visto. No sufre, que se sepa, las dioptrías desorientadas de De Gea. Golpeó a las nubes una milésima antes de que el almeriense lo taponase. Lo suyo es pura sangre fría.
Cualidad retratada en la segunda acción. Quiso controla un balón que le llovía del cielo con el pie para poder agotar así más segundos en el descuento. Pero el balón se le escurrió entre las piernas y se le quedó a la espalda. Ulloa comenzó a galopar hacia él. A la grada se le aceleró el corazón. Ulloa volaba. Y Sergio, entre tanto, seguía buscando la pelota con parsimonia. Sergio miró a un lado y a otro. Ulloa bufaba como un bisonte, acortando metros. Sergio agotó el recorrido periférico de su mirada. Ulloa, a zancadas. "Si no lo tengo delante, estará detrás", meditaba Sergio, como acariciándose la barbilla. Quería evitar cualquier gesto brusco que provocase un gol en propia meta. Ulloa abrió la boca, paladeando la presa de antemano, acariciándola. Y solo entonces Sergio se giró y cubrió la pelota con su cuerpo.
Ni un músculo de la cara se le movió en todo este proceso, que fue de angustia relampagueante para los sufridores célticos y un plácido entretenimiento para Sergio. Vestido de naranja, que es lo propio: una calabaza en Halloween, jugando al "susto o muerte". Esteban iba de negro, la parca. Ambos compartieron el vestuario de A Madroa durante tres temporadas y se dieron un abrazo en honor a los viejos tiempos.
Armando Álvarez / Faro de Vigo
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