Es curioso como una simple cafetería puede ser reflejo de toda una actitud social. El pasado domingo me levanté de la cama alrededor de las diez de la mañana. Con tiempo por delante, me duché, me vestí, desayuné con calma y leí la prensa, en especial unos diarios deportivos que, como es habitual, venían cargaditos de lo de siempre: Madrid y Barça, Barça y Madrid. Terminé con todo ello a eso de las once y media, momento en el que cogí el coche y me encaminé a la calle Torrecedeira, donde me había citado con unos amigos para ver el partido del Celta ante el Córdoba. Aparqué sin mayores problemas, como de una mañana de domingo se presupone, y entré en un bar semivacío. En todas las televisiones se emitía el encuentro de los celestes, pero al margen de mi grupo, sólo otra mesa, compuesta por cuatro chicos, estaba pendiente de las evoluciones de los de Paco Herrera.
Terminó el choque y me dispuse a pagar. No encontré demasiados problemas para hacerlo, pues durante el transcurso del partido únicamente se habían incorporado a la retransmisión dos o tres personas más. Cogí el coche y volví hacia mi casa, al tiempo que observaba las calles desiertas y muchos bares con la misma afluencia de público que en el que yo acababa de estar. Llegué a mi domicilio sin mayores dificultades y al cuarto de hora ya estaba comiendo mientras en la televisión comenzaba el telediario deportivo de turno, el cual abría con la ya famosa discusión entre el entrenador del Real Madrid y dos de sus futbolistas más carismáticos.
Una situación que contrasta muy mucho con la que viví el miércoles anterior, es decir, el día del Clásico. En esta ocasión, elegí una cafetería de la avenida de Castrelos para presenciar el partido. Acompañado también por un grupo de amigos, tuvimos que descartar la opción de ver el encuentro en el bar que habíamos elegido esa mañana, pues a las nueve y media de la noche ya era imposible conseguir un solo asiento en dicho local. Así que buscamos acomodo en otro establecimiento, para lo cual tuvimos que recorrer tres o cuatro bares previamente. Todos abarrotados, al igual que el que finalmente escogimos, que no tardó ni diez minutos en llenarse. Fue sorprendente ver cómo, al final del partido, los bares se vaciaban, vertiendo a las aceras gente y más gente. Personas que, como yo, se retrasaron en poder pagar, cogieron un coche que les habría costado aparcar y regresaron a sus casas, tardando en llegar probablemente más de lo que hubieran tardado cualquier otro día.
Por lo menos a mí, todo esto me entristece y me cabrea a partes iguales. Me entristece porque, para mí, el partido más importante de la semana es el que juega el Celta, no cualquier otro por muy atractivo que pueda ser. Yo también soy aficionado al fútbol y por supuesto que no desprecio un Barça-Madrid, ya que son los dos mejores equipos del mundo y cuentan en sus filas con jugadores de un nivel estratosférico. Me fascina el fútbol de los de Guardiola y tampoco le hago ascos al juego del Real Madrid (siempre y cuando se dedique a jugar), pero ninguno de ellos me produce la misma sensación que el Celta: esa sensación de emoción, de tensión, ese cosquilleo en estómago al celebrar un gol, ese sudor en los minutos finales de un partido importante… Es difícil de explicar.
Y por otra parte, me cabrea muchísimo. Principalmente porque es muy contradictorio ver los bares llenos hasta las doce de la noche de un miércoles cualquiera (bastante peor horario que un domingo por la mañana), y luego acudir a un Celta-Girona con apenas 5.000 personas, una pobre afluencia que se justificó con la ya famosa excusa de “es muy tarde para ir a Balaídos y yo mañana tengo que madrugar”. Parece ser que ni el jueves nadie tenía que madrugar, ni el domingo muchos quisieron hacerlo. Precisamente aquel día ante el conjunto catalán éramos en el estadio aproximadamente 2.500 personas más de las que fueron a Riazor para ver un Dépor-Celta que, ese día sí, me cuentan que llenó todas las cafeterías de la ciudad. Una noche en la que, por una extraña razón, todo el mundo era del Celta. Curioso.
Es una pena que existan ciudades como Bilbao o Gijón que sí sepan disfrutar del fútbol diferenciando qué es lo primero. Especialmente esta última, muy similar a Vigo y en la que su equipo tampoco ha ganado nunca un título e incluso ha pasado muchos más años en Segunda que el conjunto vigués. Seguro que en la localidad asturiana los bares estaban de bote en bote el pasado miércoles para ver el Clásico, pero también lo estarían este lunes para presenciar como el Sporting perdía por 3-0 en Vila-Real y se hundía aún más en puestos de descenso.
Seguro que a las diez de la noche de hoy, todos los bares y cafeterías de Vigo estarán llenos hasta la bandera para ver el partido de vuelta. Dudo mucho que lo estén el sábado para ver al Celta ni en cualquier otro partido de los vigueses, excepción hecha del Celta-Dépor o de un hipotético partido por el ascenso, cuando acogerán a todos aquellos que se queden sin entrada para ir a Balaídos. Yo los veré todos, tanto los del Celta como los Barça-Madrid, pero sólo me bañaré en Praza América por uno: el que signifique que el equipo de mi ciudad podrá llenar los bares el año que viene cuando se enfrente a los dos colosos del fútbol español.
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