Mi primer derbi


Foto: yojugueenelcelta.com

Comenzaba la temporada 98/99 y con ella mi primer curso como socio del Celta. El año anterior, con la clasificación a la UEFA tropecientos años después, había sido el primero de un largo y glorioso periplo por Europa. Era el año perfecto para hacerse socio. Así lo debió creer oportuno mi familia que, a pesar de contar yo con apenas 10 años de edad y tener poca o ninguna idea de fútbol, me veía inmerso en una vorágine de gritos, cánticos y pelotazos al brillante cielo vigués. ¿Y qué mejor maneta que empezar la temporada como socio novel en Balaídos y contra el máximo rival? El azar me llevó a esa situación, y aunque ya había visitado el estadio municipal en un puñado de ocasiones anteriores, el primer partido como socio prometía ser especial. Y tan especial.

Las expectativas aquella campaña eran altas, para qué negarlo. Haber entrado en Europa desplegando un fútbol vistoso con cracks del tamaño de Mostovoi, Mazinho o Karpin y habiendo fichado a un tal Luboslav Penev entre otros daba para ilusionarse y mucho más. No creo que nadie se rasgue las vestiduras o se tire de los pelos si digo que aquella plantilla era, probablemente, la mejor de nuestra historia. El Coruña, como le llamábamos entonces y como le llamaremos toda la vida a lo que ahora todo el mundo conoce como el Deportivo, no se quedaba atrás. Sin ir más lejos, nuestro querido Lendoiro nos arrebató con el beneplácito del poderoso caballero Don Dinero a uno de los artífices de nuestra clasificación europea: Jabo Irureta. Con el vasco vivirían los coruñeses los mejores años de su historia. Historias ambas que ese año se cruzaban en la primera jornada para expectación de muchos: se enfrentaban los dos mejores equipos gallegos y lo hacían además en sus respectivos mejores momentos.

Mi memoria infantil recuerda entrar en Balaídos con la ilusión de ver un partido que se presumía grande, épico, inolvidable. Así se habían encargado durante toda la semana previa de resaltármelo en casa. Lo que iba a ver era algo especial, algo que no vería en mucho tiempo y que, seguramente, se me quedaría grabado. Ya se sabe: las primeras veces nunca son las mejores. Como tantas otras veces en tantos otros derbis (tanto en el nuestro como en otros muchos), las expectativas ahogaron de ansiedad a ambos equipos y aficiones y terminó por verse un espectáculo tan aburrido como prescindible. Un 0-0 en toda regla que no hizo más que arrancar bostezos en el respetable y matar de nervios a alguno que otro.

Así que mi primer derbi en directo fue un fracaso total. Fue tan fracaso que me llegué incluso a plantear el por qué me habían hecho socio de semejante aburrimiento. No lo entendía. Mi mente de niño no lograba descifrar ese enigma llamado fútbol en el que podía darse un resultado sin goles y más soporífero que un informativo de las tres de la tarde (para un niño, claro). Desde luego, si mi familia hubiera podido elegir mi bautizo celtista a sabiendas, estoy seguro de que no hubiera elegido aquel partido. Puede que mi memoria sea algo vaga, aunque también puede que, como si de un mecanismo de defensa se tratase, mi cerebro eliminase de mi disco duro aquella aberración de partido en la que las únicas (pocas) opciones del Celta fueron desabaratadas por Songo’o, aquel portero camerunés heredero de N’Kono y precursor del Kameni que hoy todos conocemos.

El partido se acabó y yo me fui para casa pensando en miles de cosas menos en el fútbol. El caso es que, aunque el partido había sido un auténtico desastre, algo comenzó a crecer dentro de mí: la rivalidad. El hecho de tener un máximo rival, una referencia a la que apuntar y en la que centrar iras deportivas. Desde entonces, por costumbre, siempre estoy pendiente de lo que hace el Coruña. Desde entonces nunca me perdí un solo derbi, ni uno. Los que fueron en Balaídos, salvo una excepción que aún hoy en día no me explico, contaron conmigo en el campo. Los que fueron en Riazor los vi en la tele con el nerviosismo propio de la primera vez. Y cada año era peor. Cada año lo sentía más dentro, cada año deseaba que llegasen esos dos partidos y cada año deseaba vapulear al eterno rival. Victorias, empates, derrotas, lágrimas, carcajadas, sonrisas…Todo se daba cita en el que para mí era el partido del año.

Hasta que, por azares del destino, nuestros caminos se vieron separados durante cuatro largos años (no, esa farsa de la Copa Galicia no cuenta) en los que había que conformarse con meter pullitas por las desgracias ajenas. Pero amigos, ha vuelto. Ahora sí. Da igual que sea en Segunda, en Primera o en Regional. Un derbi es un derbi. Ahora podremos reír o llorar por un buen motivo. El domingo nos veremos las caras y mi yo infantil, aquel niño de diez años que vio el que probablemente fuese el peor derbi de la historia, volverá a sonreír. Prepárense.

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