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Ricardo Grobas |
6 de junio de 2009. El Celta tiene ante sí un ejercicio de supervivencia. Aunque no de manera definitiva, los vigueses encaran un duelo vital para su permanencia en Segunda División, y por extensión, para su mantenimiento como entidad. A un paso del abismo, del fin de una travesía de más de 80 años de historia que no soportaría una caída a la división de bronce del fútbol español, Balaídos acudía al rescate de los suyos, abarrotando unas gradas que no querían quedarse vacías para siempre. El final de la historia que todos ya conocen tiene como protagonista a un joven pirata del Morrazo, primerizo en batallas en alta mar, que fue quien de desvalijar él solito al navío vitoriano, manteniendo a los suyos a flote y evitando un naufragio que habría terminado con los restos de un buque histórico en lo más hondo del Atlántico.
Sin lugar a dudas, ese día, el celtismo tocó fondo. Aunque muchos abarrotaron Praza América celebrando una victoria que no era más que una no derrota, aquella tarde abandoné Balaídos con la sensación de que no podíamos haber caído más bajo. Ese Celta que había maravillado mis ojos de niño, donde los Mostovoi, Mazinho, Revivo y compañía deslumbraban con su fútbol, había estado a punto de dejar de existir para siempre. Tras tocar el cielo de la Champions, inició una caída que parecía capaz de remontar con los dos buenos años de Fernando Vázquez, pero que finalmente terminaría por depositarnos en el pozo de Segunda. Dios, o mejor dicho Iago Aspas, quiso que la historia no terminase ahí, dio al Celta una nueva oportunidad. Aunque no lo parezca, ese día dejamos de caer para empezar a ascender.
Y en el banquillo estaba un tal Eusebio Sacristán. Un técnico, el vallisoletano, que llegó mediada la temporada a un equipo que Pepe Murcia había dejado en la UCI. Firmando unos números pésimos, sólo consiguió dos victorias hasta el final de temporada (una de ellas frente al Alavés), logró salvar la categoría, todo un éxito dadas las circunstancias, y asentarse en el puesto con vistas a una nueva temporada en la que podría empezar de cero.
El Celta dio un vuelco a partir de ese momento. Si bien los resultados continuaron sin cumplir las expectativas, el equipo deambuló toda la temporada por la parte media-baja de la tabla llegando incluso a vivir varias jornadas en puestos de descenso, la sensación era bien distinta. Aunque muy poco a poco, el Celta parecía nadar hacia la superficie. Se apostó por la cantera, por el modelo autóctono ante los continuados fracasos de la oleada de fichajes de cada pretemporada. Los Dani Abalo, Michu, Noguerol, Roberto Lago, Iago Aspas, Hugo Mallo, Toni, Yoel, Joselu, Túñez o Jordi empezaron a hacerse fuertes dentro de la plantilla y a configurar la espina dorsal de un equipo que, si bien no podía aspirar a mucho más que a la permanencia, estaba construyendo los cimientos de un futuro esperanzador. Además, la fantástica andadura en la Copa del Rey, donde tuvo que aparecer el Atlético de Madrid para, de manera injusta, terminar con el sueño de los vigueses en cuartos de final, hizo recuperar la ilusión a un celtismo abatido por la magnitud de las decepciones pasadas.
La propuesta de Eusebio, defensora de un fútbol valiente y atrevido pero al que lastró la falta de gol, no consiguió convencer a la directiva. En su lugar llegó un mucho más pragmático Paco Herrera, quien supo mantener la herencia positiva del pucelano y aderezarla con un poquito de picante en la finalización, construyendo así un equipo que peleó, de nuevo y por primera vez en cuatro temporadas, por regresar a Primera División.
El mérito de Herrera es incuestionable, pero también lo es que un pellizco del casi-éxito del año pasado y de todos los que puedan llegar en este también pertenece a Eusebio Sacristán. Fue un valiente en un país de cobardes y apostó por un modelo de juego que, si bien no logró ningún ascenso, nos permitió presenciar el mejor partido que se le recuerda al Celta en estos nefastos cinco años (aquel en el Calderón donde los rojiblancos parecían conos y los celestes magos). Aunque en cierto modo obligado por la situación económica, también fue él quien dio bola a una cantera que hoy en día es la base de un equipo con credenciales suficientes para subir de categoría. Y, por encima de todo, fue él quien en aquella tarde de junio de 2009, cuando el Celta se jugaba la vida, tuvo las agallas suficientes para meter en el campo a un menudo chico de Moaña que con sus goles evitó la desaparición del Celta.
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