Cuesta ver llorar a un futbolista. Pero todavía cuesta más verlo llorar por un jugador del eterno rival. El fútbol, en ocasiones, ofrece hechos terribles y maravillosos al mismo tiempo y que, en el fondo, demuestran la grandeza de este deporte. El horror y la hermosura se dieron cita tal día como hoy diez años atrás en el estadio municipal de Riazor. Se jugaba un Dépor-Celta, la madre de todos los partidos en el fútbol gallego. Se enfrentaban no sólo los dos equipos más potentes de la comunidad, sino dos de los conjuntos más fuertes del panorama futbolístico español.
La fiesta del fútbol gallego se estaba viviendo con total normalidad. Ambas escuadras estaban ofreciendo un gran espectáculo, con muchos goles y fútbol de alta escuela. Se había adelantado el Celta por partida doble con goles de Eduardo “el Toto” Berizzo y Edú; pero, el Dépor había conseguido firmar las tablas. El destino de los tres puntos se estaba dirimiendo cuando, entre la intensidad del encuentro, sucedió una jugada desgraciada.
Balón en largo de Molina con la mano para iniciar la contra coruñesa. La pelota queda dividida y a ella acuden Manuel Pablo y Everton Giovanella. El canario parte con ventaja para hacerse con el esférico, por lo que el brasileño busca el suelo para contactar con el cuero. El fulgor del encuentro provoca un encontronazo fortísimo, un choque de trenes del que salió peor parado el ferrocarril blanquiazul. El golpe acaba con falta a favor de los locales y Manuel Pablo tendido en el suelo. Con mis nueve años de entonces, recuerdo como si fuera hoy a Michael Robinson diciendo que al futbolista del Deportivo se le había salido la espinillera. Por desgracia, el británico se equivocó.
Manuel Pablo se había roto la tibia y el peroné, lo que lo apartaría siete meses de los terrenos de juego. La lesión llegaba en el peor momento, pues se rumoreaba que el futbolista isleño tenía un precontrato firmado con el Real Madrid, al tiempo que su presencia en el Mundial de Corea y Japón parecía totalmente asegurada. Esa lesión, con 25 años, supuso un tremendo obstáculo para una prometedora carrera en aquel momento.
¿Y qué puede haber de maravilloso en todo esto? Pues el ejemplo que dieron, a partir de aquel instante, dos futbolistas enemigos en el campo, pero ante todo personas fuera de él. Mientras los servicios médicos del estadio atendían a Manuel Pablo, Giovanella daba vueltas alrededor del tumulto. Desconsolado, el brasileño lloraba, sintiéndose culpable de una acción fortuita e involuntaria que había terminado con un compañero de trabajo en el quirófano. De ahí al final del partido, el mediocentro celeste no fue el mismo, con la mente en otro lado, quizás en la ambulancia que conducía a Manuel Pablo camino del hospital. La cara de Giovanella era sobrecogedora. Mientras la grada local la tomaba con él, ignorante de la involuntariedad de la acción, compañeros y rivales intentaban consolarlo, hacerle ver que no había tenido culpa de nada. Pero no era suficiente.
Tal y como deseaba Giovanella, el partido concluyó, lo que le permitió acudir a la velocidad del rayo a interesarse por el futbolista canario. Durante mucho tiempo, el interés del brasileño por conocer las evoluciones del lateral fue patente. Incluso el propio Manuel Pablo, quien desde un primer momento intentó eliminar de la mente de “Giova” cualquier sentimiento de culpa, reconoció el cariño y la preocupación que había mostrado el futbolista del Celta. Un hecho maravilloso que demuestra que, por encima de la rivalidad, siempre quedan personas de carne y hueso.
Según parece, a día de hoy, la relación entre ambos futbolistas es nula. El tiempo ha ido separándolos: mientras Giovanella se encuentra en Brasil ya retirado, Manuel Pablo volverá a disputar un derbi este año con el brazalete del Deportivo en el brazo. Esperemos que, en esta ocasión, nadie tenga que llorar la lesión de nadie y que vivamos un espectáculo futbolístico como aquel que estaban ofreciendo, tal día como hoy hace diez años, el Celta y el Dépor sobre el tapete de Riazor.
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