Había dudas en la previa sobre el concurso de Augusto Fernández. Eduardo Berizzo dejó ayer la pelota en su tejado, advirtiendo que si el futbolista no quería jugar, no lo alinearía. Así que el de Pergamino formó en el once inicial, portando por última vez el brazalete de capitán, y defendiendo, también por última vez, la casaca celeste que le ha permitido hacerse un nombre en Europa y lograr un sueldo con el que soñaba hace unos años.
Su partido no será para recordar. En los primeros compases hubo algún tímido silbido, acallado rápidamente por los aplausos, que eran y fueron mayoritarios. Con el paso de los minutos dejaron de escucharse los pitos. El centrocampista no se complicaba la vida, jugaba casi siempre hacia atrás, y le bastaba con estar bien colocado para recuperar balones.
Aportó, porque siempre lo hace, pero en su despedida vimos una versión más tierna, menos furiosa, del capitán. Cumplió, eso sí, y nadie le podrá reprochar nada. A pocos minutos para el final fue sustituido por Radoja, que será, hasta que llegue algún fichaje, su sustituto. Ahí tuvo la oportunidad de despedirse de la que ha sido su afición durante tres años y medio. Y lo hizo. Se fue ovacionado, y seguramente no olvidará esos instantes en los que recorrió el camino hacia la banda viviendo sus últimos momentos como jugador del Celta. El celtismo lo recordará, pero lo superará. Ya lo hemos hecho muchas veces.
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