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Foto: David González |
Desplegó el Celta
en el Ciutat de Valencia el gran fútbol que ha de caracterizarlo y al
que, en muchas otras ocasiones, renunció de forma incomprensible.
Fue a por el partido desde el minuto uno, recibió la recompensa en
el último suspiro y aun así siguió rondando el área rival hasta
consumido el descuento. Y todo ello en un terreno de juego casi
impracticable por la lluvia y ante un rival de esos bien replegados
que tantas veces complicaron la partida anteriormente.
Bien es cierto que
este Levante de Lucas Alcaraz no propone ni dispone. Ni siquiera se
atreve a lanzar a sus mediocampistas al ataque, quedando hasta siete
jugadores por detrás de la pelota con transiciones defensivas que
dejan bastante que desear. Tenía que imponerse el equipo del Toto
Berizzo y sí, lo hizo con contundencia. Formando con el once más
ofensivo posible, aquel que sitúa al poeta Orellana en la mediapunta
y a los Augusto y Krohn-Dehli en la sala de máquinas, los celestes
quisieron el partido a través de dominar el balón. Fueron muchas
las imprecisiones en la primera parte, más provocadas por el verde
encharcado que por desacierto futbolístico, pero a medida que
avanzaban los minutos el campo se inclinaba hacia la meta del vigués
Diego Mariño.
La tuvo Santi
Mina, esta vez con merecida titularidad, en los primeros estertores
del encuentro tras gran jugada personal al contraataque. Definió
bien el canterano, pero Mariño puso bien la mano y la ocasión se
desperdició. El 'uy!' ya era entonado por los valientes celtistas
que poblaban la grada levantinista. El Levante, acongojado, vivía de
la pelea de los Barral y Kalu Uche, que poco podían hacer ellos
solos. Un cabezazo por aquí, un intento de golpeo por allí. Poco
más pudieron hacer los de Alcaraz, demostrando ser muy inferiores a
un Celta que pudo golear pero acusó muy mala puntería.
Ejemplo perfecto
de ello fueron las múltiples ocasiones marradas por Orellana, desde
la bella rosquita que encontró la madera cuando ya agonizaba el
primer tiempo hasta el increíble fallo a puerta vacía de la segunda
parte a pase de Nolito. Reñido con el gol está el chileno
últimamente, pero también es cierto que lo intenta y provoca en esa
posición buena parte del gran juego celtista.
Fue en esa segunda
parte, ya totalmente volcado el Celta, cuando los ánimos y las
fuerzas comenzaron a flaquear en ciertos minutos de incertidumbre.
Movió ficha el Toto, por fin a tiempo, e introdujo al 'Tucu'
Hernández cuando más lo necesitaba el equipo. Pasó Fabián a la
derecha y el argentino nacionalizado chileno gobernó el partido
desde la línea de tres cuartos. Grandes minutos los suyos, templando
el partido, aguerrido en la presión y con mucha inteligencia en el
juego aérea. Es, al fin y al cabo, lo que se le pide a un jugador
que tiene que dar el cacareado paso al frente. Poco después entró
Charles sustituyendo a un peleón Larrivey, en lo que fue el embrión
del gol que cerraría el partido irremediablemente.
Lo buscó el Celta
y lo fabricó Hernández: primero ganando una disputa aérea y
después ofreciendo un pase magistral, casi sin ver, hacia un Nolito
que fue un relámpago. La puso el andaluz para matar y el
banderillero fue Charles, estirándose al máximo con la punta de la
bota y colando el balón a las redes no sin poco suspense. Estallido
de júbilo y recompensa al gran trabajo que los vigueses desplegaron
en todo el partido.
Podríamos decir
que el resto del tiempo fueron minutos de la basura, pero la realidad
es bien distinta. El Celta tuvo la personalidad de seguir queriendo
el balón, de atacar sin descanso y buscar el segundo merced a los
espacios otorgados por los locales. Una actitud que es el paso firme,
de gigante, que nos ha de conducir quién sabe si a cotas más altas
en las diez jornadas restantes. Ahora viene el Barcelona a Balaídos
y, una vez más, urge soñar. Si pudo pasar una vez, ¿por qué no
dos?
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