El ladrón de minutos


Foto: Lalo R. Villar
Al éxtasis le siguió el sopor. A la épica de vencer a Luis Enrique, el aburrimiento de enfrentarse a Caparrós. Suele suceder. "La racha es la antesala del fallo", decía un entrenador, porque nada dura eternamente. El Granada convirtió el entusiasmo en bostezo, durante gran parte del encuentro, y de la segunda parte quedó tanta exclamación de gol propio frustrado como alivio por el ajeno.

El fútbol engaña. Parece un relato con planteamiento, nudo y desenlace. Prima en teoría el final, el ordinal que resume cada temporada. Todo mentira. El fútbol es el instante o su breve sucesión porque a cada alegría le seguirá una tristeza y viceversa. Poco importan los trofeos que acumulan polvo en sus vitrinas. Hay que beberse el fútbol a sorbos. Serán al cabo recuerdos, envasados al vacío.

Nadie sabe cómo concluirá la campaña. Aún pudiera hundirse el equipo. Eso no afearía una semana perfecta para el celtismo. Victoria en el Camp Nou, de la que se hará recuento, llamando a sus protagonistas, conforme vayan envejeciendo, para que narren cómo el Gato volaba a ras de suelo. Y guinda con la convocatoria internacional de Nolito. El vestuario, cuando Del Bosque pronunció su nombre, lo celebró con griterío. El griterío que se prolonga en el estadio, cuando se anuncia al andaluz por megafonía. Porque en Nolito, como individuo, se condensan las ilusiones colectivas de esta época. Hasta la lluvia saluda a Nolito con un aguacero breve e intenso, que precede al pitido inicial y ablanda el campo. Por esto se juega a cámara lenta, sin grandes alardes en la primera parte aunque la afición celebre lo que se le deja.

Nolito, que jugó en el Granada, es hoy el ídolo del Celta. A Roberto, que se formó en el Celta, un sector de la grada lo abuchea y le corea el "tonto, tonto" cuando se equivoca. Nada permanece. Todo cambia. Aquella áspera eliminatoria por el ascenso con los granadinos convirtió a Roberto en enemigo a ojos de algunos, pese a que siempre deja en el contestador celeste mensajes de cariño. Y quizás Nolito, algún día, se haga extranjero en el afecto de Balaídos, por muy descabellado que suene. Sería eso, otro instante; en realidad, otro Nolito, porque es imposible pitarle a aquel Roberto de intenso acento chantadino, que con tanta ilusión acudía cada día a A Madroa. Sí a este que se hace trasunto de su técnico y convierte el juego en un imagen estática.

El mismo río es en verdad siempre otro río. El mismo partido contiene mil partidos. El de ayer, no tanto por lo que sucede sino porque el Granada lo trocea, interrumpiéndolo. El método que Caparrós practica como nadie. A base de robar minuto a minuto, guarda en su bolsillo campeonatos enteros. Caparrós es al fútbol como aquella nada de "La historia interminable", que se iba extendiendo, devorando el universo.

Siempre juega Caparrós a arrullar al rival hasta dormirlo o desesperarlo. Saca al campo a sus jugadores más talentosos cuando percibe en los célticos ese inicio de ansiedad. Su plan falla porque Rochina salta al campo con la bota torcida, pero en lo demás se cumple al milímetro. De cada dolor hacen los granadinos una muerte dramática; de cada saque de puerta, una condena a cadena perpetua. Así que los aficionados, cuando el encuentro concluye, no saben bien qué sentir. 17.023 almas en la noche destemplada se sienten insatisfechos porque han acariciado el empate y en tal sentido les hubiera gustado un minuto más para seguir tentando a Roberto. Y están a la vez contentos de que Caparrós, que los tenía congelados en su burbuja, en una especie de bucle que retrocedía cada acción a la interrupción anterior, abra la puerta y los libere mientras les susurra: "Podéis ir en paz".

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