Larrivey, el goleador con el fútbol tatuado en su piel


Foto: Celta
Con su chupete colgado del cuello y sus enormes ojos verdes, el pequeño Joaquín se pasea entre los trofeos que entregan en Sitas, el club de El Palomar (Argentina) en el que da sus primeras patadas a un balón y que con el paso de los años acabará convirtiéndose en su segundo hogar. Mira con curiosidad los trofeos, sin saber que el futuro que le aguarda estará trufado de goles y ovaciones. En ese momento nadie puede predecir que el chiquito que disfruta corriendo detrás de la pelota junto a sus hermanos Damián y Denis acabará convirtiéndose en el delantero que a base de garra y tantos se ha ganado el respeto de Balaídos en un abrir y cerrar de ojos. Lo que tampoco sabe en ese momento el pequeño Bati -por Batistuta - es que el camino hacia el éxito no siempre sigue una línea recta.

«Siempre fui un fanático del fútbol. Al lado de casa había un club en el que se podía practicar cualquier deporte y de chico me pasaba la vida allí». Compaginaba fútbol y baloncesto, y cuando por horarios tuvo que elegir, optó por el balompié. «Era en el que estaban mis amigos». Los amigos y la familia son una constante en el discurso de Joaquín Larrivey. Lo mismo que en su piel. Su gente y el fútbol, grabados en tinta.

Su idilio con el balompié comenzó casi sin querer. Se divertía marcando goles, pero nadie aventuraba que su futuro podía estar dentro del área. «Nunca me había imaginado ser futbolista. Siempre había sido un sueño muy, muy lejano». Pero ese sueño transmutó en realidad el día en que un ojeador de Huracán llamó a su puerta. Le habían visto empacharse a goles con su equipo, así que con 17 años le hicieron una prueba. A los 18 estaba jugando, y a los 19 y medio era una de las estrellas del primer equipo. «Todo fue muy rápido. Para mi familia y para mí era increíble. Somos muy futboleros y encontrarse jugando todos los domingos ante 20.000 personas era un sueño. Todavía hoy lo vivo así», confiesa.

Las excursiones en familia para seguir a Joaquín cuando estaba en Sitas continuaron en Huracán. Su gente y sus amigos peregrinaban cada fin de semana para arroparle. Con una excepción, la de Lucrecia, Cuqui, su madre. Damián, el mayor de los cuatro hermanos, y un futbolero empedernido, se lo había prohibido. «Una vez que mi mamá había ido a ver a Joaquín a una final, mi hermano hizo un gol, se lo anularon, su equipo perdió 1-0 y él acabó lesionado. Le dije que no podía ir a verlo más», recuerda Damián entre risas. El mayor de los Larrivey ha vivido en la piel cada paso de su hermano en el fútbol. «Es algo que me apasiona, y que mi hermano esté viviendo todo esto, y saber que todo lo ha logrado a base de esfuerzo, nos llena de orgullo a toda la familia». Damián recuerda el día en que Joaquín lució por primera vez el brazalete de capitán de Huracán. «Tenía 21 años. Cuando lo vi salir por el túnel del estadio sentí la piel de gallina y las lágrimas me brotaron solas. Se me hinchó el pecho, respiré hondo y pensé que William Wallace al lado de mi hermano era una monja».

La emoción que destila Damián se contagia en su padre, Fernando. «Ninguno nos imaginábamos que podría salir futbolista, así que para nosotros es muy emocionante todo lo que está viviendo. Salir goleador en Huracán fue increíble, pero todavía lo fue más cuando se fue a Italia. Imaginate, verlo salir de Huracán, de jugar en la B, y de repente enfrentarse a la Juventus. Fue una emoción terrible».

Fue justo antes de irse a Italia, en su último partido con Huracán, cuando Damián levantó el castigo a su madre, y Cuqui pudo disfrutar en el estadio. «Era el partido para ascender. Yo me iba marchar a Italia, así que Damián le dijo que podía ir. Mi mamá pensó que era la última ocasión que iba a tener en mucho tiempo para verme, así que comenzó a rezar para que marcara gol». Y Larrivey marcó de córner.

Los días difíciles en Italia

Tras ascender a Huracán a Primera, Joaquín, con 21 años y cargado de ilusión, puso rumbo al Cagliari italiano, pero las cosas no salieron como esperaba. «El primer año fue muy complicado a nivel personal y futbolístico. Es difícil que uno no traslade los problemas de la vida al campo, y yo acabé pagando en los años sucesivos esa primera temporada». Primero salió cedido a Vélez. Disfrutó de la Primera argentina y salió campeón, pero el presidente del Cagliari no quiso venderlo y tuvo que regresar a Italia. «Me fue un poco mejor, pero tampoco jugué demasiado y la gente no tenía mucha paciencia conmigo. Resultó que a mi mamá la operaban de corazón, así que pedí volver a Argentina». Y salió cedido de nuevo. A Colón, un equipo de Segunda en el que arrancó bien, pero en el que acabó lesionándose los tobillos.

Volvió a Italia y en su tercer intento le fue mejor, con una decena de goles. Sin embargo, no acababa de encontrarse feliz, así que pidió salir. De nuevo la respuesta fue negativa, y Larrivey comenzó la liga 2012/13 jugando y marcando. Pero aun le esperaba otra sorpresa. «En la tercera jornada fallé un penalti. Con el mercado cerrado el presidente me dijo que me tenía que ir, y que Rusia era una buena opción». Fue un jarro de agua fría. Accedió a salir, pero puso rumbo al Atlante mexicano. «Futbolísticamente fue el peor equipo en el que he estado. No había campo de entrenamiento ni vestuarios. Iban 300 personas a los partidos, y de los ocho meses que estuve acabaron pagándome tres». Fue como tocar fondo antes de renacer. El Rayo le reclamó, y no dudó. «Para mí era reinsertarme al mundo ultracompetitivo». De sus momentos difíciles dice haber aprendido mucho, y conserva amigos y un Ave Fénix tatuado que le recuerda que se puede renacer. «Me siento un privilegiado por hacer lo que me apasiona, pero nadie me ha regalado nada».

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