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Foto: LFP |
La primera parte
fue celeste. El Lucho, para suplir la sensible baja de un Rafinha
enrachado, devolvió la titularidad a Nolito en el flanco izquierdo
del ataque. Álex López también volvía tras sanción y el buen
momento de Michael Krohn-Dehli obligó al técnico asturiano a dejar
en el banco a Augusto Fernández. Podría parecer a priori que el
cambio era negativo porque si en algo destaca el argentino es en la
brega y en la intensidad. Algo que se hacía indispensable para
combatir al equipo madrileño por muchas bajas que tuviese.
Pero no fue así.
Borja Oubiña, a quien el obligado descanso de los últimos partidos
le vino de perlas, comandó el medio del campo y aunque estuvo
impreciso en unos pocos pases su trabajo en la presión fue poco
menos que impecable. Nada más y nada menos que Diego Ribas sufrió
el buen trabajo del canterano vigués. Gracias a eso y al buen
trabajo defensivo y solidario al que ya nos viene teniendo
acostumbrados el equipo en los últimos tiempos, la primera parte se
decantó hacia el lado local. No por ocasiones excesivamente claras,
si no por un dominio meridiano del juego y por una superioridad
física que hacía frotarse los ojos a propios y extraños. El
Atlético del Cholo, tan aguerrido, hincaba la rodilla a través de
su mejor virtud: la intensidad en la presión.
Se agazapaban los
visitantes esperando una contra que nunca llegaba por la falta de
efectivos. David Villa batallaba en solitario ante unos inspirados
Gustavo Cabral y Andreu Fontàs. Y el Celta, a lo que podía. Se
echaba de menos la resolución en el paso y en la conducción de
Rafinha, pero el equipo hizo un gran partido hasta que llegó el
derrumbe. Jonny, que había disputado un buen partido hasta ese
instante, falló un pase por no ser zurdo. Si lo hubiera sido la
jugada habría progresado hacia arriba, pero la falta de confianza en
su pierna mala provocó el error. Y David Villa no falló. Sus
compañeros no le habían surtido de balones entre líneas en todo el
partido hasta que, ironías de la vida, lo hizo el propio Celta.
El gol fue un
mazazo, pero de verdad. La moral cayó por los suelos y la defensa ya
fue un manojo de nervios, especialmente un Jonny que tardará en
olvidar la noche de ayer. El segundo gol vino provocado por su
descolocación, teniendo que salir Fontàs al corte en la banda
izquierda y provocando un desajuste que volvió a aprovechar Villa.
Cabía, en ese preciso instante, preguntarse si el Atlético había
hecho tanto para llevarse dos goles de ventaja. Cabía, también,
buscar culpables ante un partido que estaba siendo de guante blanco
por parte celeste. No los había por mucho que Jonny hubiese fallado
en el único error de concentración de todo el encuentro por su
parte.
Fue uno de esos
partidos raros, que cuesta explicarse cuando el árbitro (un Mateu
Lahoz encantado con chocar manos y regalar abrazos al equipo grande)
pita el final. La sensación no era de derrota, tampoco de errores
gordos ni de imagen lamentable. Ni siquiera podía uno fijar su
mirada en el entrenador o en algún jugador concreto. Simplemente la
mala suerte y la resolución de unos frente a los otros inclinó la
balanza a los de siempre. Recordó, por momentos, a aquellas viejas
épocas de UEFA en las que todo se hacía perfecto contra Barça y
Madrid hasta que un error nimio borraba todo el trabajo previo.
El fútbol no
entiende de ganas, méritos o intensidades. Entiende de goles y
resultados. Y de suerte, mala o buena. El equipo no da sensaciones de
no intentarlo y eso es con lo que hay que quedarse. Esa suerte y esos
errores se minimizan trabajando aunque al final pueda pasar lo que
ayer pasó. Vienen ahora dos partidos importantes, de esos que sí
ponen límite real al objetivo. Los fallos, en esas plazas venideras,
sí tendrán su riesgo y evidente repercusión en la clasificación.
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