El Celta aplaza su viaje a tierra firme


Foto: Óscar Vázquez
El Celta aún tiene mucho que remar. En un partido horrendo, jugado sin tensión ni ideas,el cuadro vigués desaprovechó una ocasión ideal para acercarse a la orilla de la salvación y enfilar los últimos dos meses de competición con las alforjas casi llenas. Pero como si sintiese que traicionaba la existencia agónica de este club, el Celta volvió a dar un paso atrás, estropeó la sensación ofrecida en sus últimos compromisos y recuperó la imagen dubitativa previa al parón navideño. El equipo fue una ruina general de la que solo se salvaron los esfuerzos, en ocasiones exagerados por individualistas, de Nolito y la clase de Rafinha cuando irrumpió en el segundo tiempo en busca de una remontada en la que casi nadie creyó. El resto fue un desastre. El del Celta ayer fue un fracaso mayúsculo del que participaron casi todos los futbolistas y el banquillo, que dejó al equipo entrar en la clase de partido que no le convenía e incapaz de cambiar la dinámica del grupo en el momento en que las cosas se empezaron a torcer. El Málaga se llevó el partido limitándose a comportarse como un equipo ordenado que aprovechó las concesiones del entramado defensivo del Celta. Nada más. Muy baratos pusieron los puntos Luis Enrique y su gente. Ayer estaba claro que estaban de oferta.

Desde el arranque se advirtió que el Celta era un equipo sin tensión, que se dejó llevar de manera un tanto irresponsable por la propuesta del Málaga de abrir el partido desde el comienzo y entrar en un extraño correcalles al que resultaba imposible encontrarle sentido. A veces el equipo se entrega con demasiada complacencia a ese modelo de partido sin pensar en si le conviene o no, en si es el momento de hacerlo. Falta finura. A los jugadores y también al banquillo. El Celta jugó todo el tiempo "fuera de sitio", llegando tarde a la presión, sin apretar en ninguna zona del campo y dejando que el partido le llevase de un lado para otro. Por un rato olvidaron que en Primera División el pecho te lo vuelven a hundir a la mínima concesión y ayer el Celta fue un coladero. Puede que nadie representase el colapso del equipo como Borja Oubiña. Hubo muchos a un nivel tan deficiente como él, pero su jerarquía en el Celta y su posición hacen que al Celta le duela especialmente la "ausencia" de su capitán. Impreciso desde la primera jugada, descolocado, privado de fuerza. Su juego melancólico se contagió a su alrededor y el Málaga fue encontrando espacios para buscar la espalda de los centrales, sobre todo la de David Costas -que ocupó el sitio de Cabral- que se vio también superado por completo, siempre un par de metros por detrás del rival.

Incapaz de contruir nada coherente en ataque, la parálisis se apoderó del equipo vigués y el Málaga le castigó de forma brutal. Fueron nueve minutos que marcaron el destino del partido. Dos jugadas en las que Camacho se aprovechó de la complicidad defensiva para marcar dos goles entre el minuto 23 y el 32 que convirtieron en un ochomil levantar el partido. La energía de otros días, la confianza, el estilo y el desparpajo de otros días desapareció por completo. El Celta no dio noticias de su existencia a Willy Caballero, tranquilo espectador del partido. Solo Nolito y Krohn-Dehli -autor de un disparo al larguero- parecieron querer sacar al equipo de aquella dinámica perniciosa. A su alrededor había un erial: una posesión inútil incapaz de llevar la pelota a zonas de peligro para el rival.

En el descanso Luis Enrique dio entrada a Rafinha por Borja Oubiña, un cambio que describe la situación por la que pasa el pivote céltico. El brasileño aceleró el paso, tomó la pelota y trató de cambiar el color del enfermo. El Málaga tenía un plan preparado para combatirle: enviarlo a la lona. Se sucedieron las faltas, las tarjetas, pero Schuster tenía claro que el hijo de Mazinho no podía disfrutar de ninguna concesión. A diferencia del plan malagueño -de dudosa ética, pero efectivo- el Celta no tenía ninguna estrategia para creer en la remontada. Tampoco el espíritu. El mismo futbol anodino que solo agitaba Rafinha antes de volver a caer al césped. No le salieron socios salvo los esfuerzos de Nolito que una vez y otra se estampaba contra el muro que los andaluces plantaron en su área. Luis Enrique, tan audaz en otras ocasiones, tampoco tuvo un día especialmente lúcido y ni cuando el árbitro dejó con diez al Málaga tras la autoexpulsión de Duda el técnico se decidió a privarse de un defensa para acumular más gente en el área rival como solución desesperada. El Celta siguió a la espera de que saliese el genio de la lámpara y le arreglase la noche. Demasiada vulgaridad, poca energía que permitió al Málaga trastear el último tramo del partido sin que los vigueses fuesen capaces de disparar entre los tres palos salvo un lanzamiento postrero de Nolito que Caballero atajó sin dificultad. El Celta aplazaba de esta manera lo que parecía ser el desembarco de la salvación, alcanzar antes de tiempo esa orilla en la que uno vive relajado y comienza a pensar en la temporada siguiente. Demasiado para alguien acostumbrado al sufrimiento extremo.

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