Viaje de Nigrán al Bernabéu


Cuando Rafinha Alcántara avanza metros, da la sensación de que el balón puede quedársele atrás. Pero no lo hace. El esférico se pega a su bota como por arte de magia mientras el hijo de Mazinho encara el área rival. Es su sello personal. Ese que cultiva desde pequeñito, cuando sus entrenadores en el Ureca ya se maravillaban de las maneras de futbolista del alevín sonriente y pizpireto que decidió cambiar la portería por el área rival.

Nadie diría que el mejor jugador de los célticos ante el Real Madrid, que en el Bernabéu se destapó con una actuación brillante, comenzó vistiendo los guantes. «Llegó en alevines y empezó como portero», recuerda Javier Lago, coordinador del Ureca y uno de los entrenadores del hispanobrasileño durante su etapa de formación. «El año de alevines jugó como portero, y puedo decir que es de los mejore metas que pasaron por la escuela. ¡Un porterazo!».

Sin embargo, el camino de Rafinha estaba más próximo al área contraria, y en sus dos años en infantiles ya dejó claro que llevaba el fútbol en las venas. «Tanto él como su hermano son niños que nacieron para ser futbolistas. Los veías jugar con el balón y hacían lo que querían». En el Ureca Rafinha se movía como media punta, «y la potencia y la fuerza ya la tenía. Ya mostraba que era un jugador muy vertical, que busca la portería contraria», enumera Lago, para quién es una «alegría» ver cómo Rafinha se ha convertido en todo un futbolista.

El fútbol en los pies

Las maneras de futbolista del hijo de Mazinho le vienen de cuna. Tiene el gen del fútbol, y a ello añade trabajo. «Ningún jugador llega a Primera solo con calidad. Tienes que esforzarte mucho, y él lo ha hecho. Le gusta tanto el fútbol, que entrenando o jugando siempre lo da todo». Rafinha disfruta con el fútbol, y ante el Real Madrid lo demostró. En un gran escenario sacó lo mejor de su repertorio, por esfuerzo y calidad. Si hasta ahora había protagonizado partidos irregulares, con momentos de brillo y otros más opacos, ante los blancos fue el mejor. Durante los 90 minutos.

«De pequeño ya era una maravilla verlo jugar. Ya tenía el fútbol en los pies, en los controles, los pases, los tiros. Recuerdo que trabajábamos mucho el golpeo con la pierna derecha, pero luego, tenía el fútbol. Veía el fútbol en donde otros no lo ven», zanja Lago, testigo de privilegio del crecimiento de un futbolista. Con mayúsculas.

Lorena García Calvo / La Voz de Galicia

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