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Foto: Jorge Landín |
El cielo se confabuló en contra del Celta y, como si de una
cruel metáfora se tratase, diluvió sin fin hasta que el equipo olívico se ahogó
en la orilla de una costa escarpada. La situación comienza a ser límite y las
soluciones cada vez menos plausibles: el propio Luis Enrique, aquel que desató
la euforia hace no mucho, insinúa con hacerse a un lado en rueda de prensa. Y aunque
el análisis frío es lo mejor, la empinada cuesta arriba que se avecina calienta
demasiado la situación y los nubarrones son cada vez más evidentes.
Y eso que el Celta dominó y dominó. Aplastó con su juego de
toque a un Levante timorato, calmo, sabedor de su falta de fútbol. Pero en el deporte rey,
y eso lo sabe bien Joaquín Caparrós, los goles cuentan igual y los puntos valen
lo mismo juegues a lo que juegues. El andaluz esperó la suya y esta llegó
cuando más gusta: al borde del descuento y sin capacidad de reacción. Dos tiros
le bastaron para destruir la sensación de superioridad de los celestes: una
superioridad vana, fútil, estéril.
Porque sí, los vigueses fueron mejores en todas las facetas
del juego. En todas menos en la más importante: la capacidad de competir cuando
hay que hacerlo. Fabián Orellana, descarte del Lucho hace no demasiado, cometió
una falta de lo más infantil en el sitio y el momento que no debía. El viejo
conocido Juanfran se empeñó en desaprovecharla, pero allí estaba Pape Diop para
hacer relucir la falta de intensidad defensiva en el rechace. Mala suerte,
crueldad, injusticia. Todo lo contrario de lo que deja entrever la fea racha que
atraviesa el equipo: un gol en cinco partidos, cuatro derrotas consecutivas. No
es casualidad ni mal fario. Algo se está haciendo mal.
Antes la tuvieron Charles, Santi Mina, el propio Orellana.
Nolito incisivo hasta que el misterioso cambio del míster, ya fuera por decisión
técnica o por petición del jugador, lo privó de seguir haciendo daño por el
flanco izquierdo. Por allí continuaba Toni, centrando a la desesperada con el
mismo acierto de siempre: aquel que nos hace dudar de si termina o no de
funcionar como solución al lateral. Rafinha volvía al medio del campo y allí sí
se le vio. Incisivo, voluntarioso, siempre ofreciéndose y buscando el arranque
desde atrás. Su empuje no se vio recompensado por un terreno de juego que
aguantó lo que pudo ante el temporal. Ayudó también la descongestión de un Borja Oubiña más liberado y presente. De poco sirvió.
Apagón mediante, discoteca improvisada con ola incluida por
parte del respetable, pareciera que la frialdad se apoderase de un Celta cada
vez más disminuido. Fue entonces cuando Caparrós olió la sangre. Secado Diawara
por el buen partido (este sí) del tándem Costas/Fontás, introdujo al veterano
David Barral para salir a la contra. A estas alturas de la tragedia de sobra es
conocido el resultado. Dos lances necesitó el delantero para crear peligro y el
final feliz para los valencianos tuvo lugar en el segundo. Y el Celta,
desesperado. Lo que antes había sido dominio se convirtió en precipitación.
En esos últimos minutos de desconcierto reluce especialmente
la falta de plan B. La ausencia de planificación, la decepción de un míster que
no tiene lo que quería y se cierra en banda con sus ideas. Quizá viniese bien
un cambio de sistema, otra alternativa, un juego más directo para tardes como
las de ayer. Pero, ¿tiene el Celta los jugadores suficientes para cambiar?
¿Ofrece garantías una plantilla desequilibrada y carente de banquillo? Por
segundo año consecutivo surgen las dudas al respecto. La lluvia, torrencial
esta vez, asola las bonitas intenciones de un equipo ya muy previsible. Toca
encomendarse a la garra.
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