Sostiene el imaginario colectivo futbolístico que para ser portero de fútbol hace falta estar medio loco. Que apostar de niño por detener balones en vez de golpearlos es tanto señal de personalidad como de cierta demencia. Que situarse de frente a once rivales con la única ayuda de un par de guantes es más temeridad que sesera.
Sostiene la lógica que para desplazarse hasta Valladolid para acompañar a tu equipo afrontando las dos últimas jornadas con un 4% de opciones hace falta estar medio loco. Que apostar de niño por hacerse seguidor de un equipo con vocación ascensorista en vez de por un gigante ganador es tanto señal de personalidad como de cierta demencia. Que situarse en un estadio rival de frente a una afición local mucho mayor en número con la única ayuda de camisetas, bufandas y gargantas es más temeridad que sesera.
Ayer, en el estadio José Zorrilla, los dos porteros y los más de mil aficionados célticos desplazados hasta allí acabaron compartiendo lágrimas. Unas con mejor sabor que otras, pero denotadoras todas de una esperanzadora locura.
Los micrófonos de ambiente del estadio vallisoletano fueron colonizados por los aficionados del Celta. Los primeros minutos de dudas del equipo fueron cubiertos con el ímpetu inicial de los peñistas viajeros y, según avanzaron los minutos, fueron los propios jugadores los que con su acierto dieron aliento a la grada céltica, que reverenció a Javi Varas en el momento de su lesión.
La segunda parte ya tuvo un solo color en los ánimos. La celebración del segundo gol, los suspiros tras las ocasiones falladas, la feliz recta final del choque... Todo culminó en el acercamiento final del equipo a la grada mientras Varas y Rubén rompían en unas lágrimas compartidas. Ese 96% de locura.
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