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BEA HERVÉS |
En mitad de la nada, más de mil celtistas aguardaban con sus cánticos la apertura de puertas para aclamar a los suyos. Ya en el calentamiento, jugábamos en casa. Si fuese jugador, me herviría la sangre de placer. Hubo nervios al principio porque había mucho en juego. Sin embargo, el brillante once que saltó al campo fue cogiendo confianza, más todavía con el tanto de Cabral y regateó la lesión de Varas con un chico prodigioso. Lo de Rubén Blanco fue un escándalo. Prevalecía la tensión positiva de los de Abel Resino, desapareció la negativa y en los locales las dos brillaban por su ausencia. Tuvieron sus opciones, pero más creó el Celta, que firmó bellas jugadas y gratos recuerdos de esta misma temporada. La inevitable angustia en las gradas disminuyó con el 0-2 y los favorables resultados que procedían de otros estadios. “Hay que ganar y que no gane el Deportivo (nomenclatura aparte)”, comentaban insistentemente. Más emoción, imposible.
Nadie quería marcharse de allí. Las emociones brotaban de cualquier modo o se quedaban muy dentro como un tesoro irrepetible donde sólo se queda lo que verdaderamente importa. Se acercaron los jugadores a las gradas y rugió Pucela celeste, entregada a sus ídolos. Más bien, a los embajadores de su equipo del alma, de un sentimiento que sólo tú puedes entender. Hubo bonitas muestras de cariño desde el césped y la grada correspondió, valorando el coraje contemplado, una salvación asegurada si hubiese aparecido más veces este año. Da igual. Abel aparcó sus formas habituales y también se rindió al gentío. Como no, Mouriño hizo de Corleone vigués y cruzó el terreno de juego para aplaudir la penúltima exhibición del celtismo en esta campaña Sólo falta una. El cielo tiene nuestro color. Si Dios existe, debería tenerlo en cuenta.
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