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| Foto: www.ciberche.com |
Corría la quinta
jornada del campeonato nacional de liga de la temporada 2002/2003 y el nuevo
Celta de Lotina visitaba al vigente campeón, un Valencia dirigido por un Rafa
Benítez que ya había logrado hacer olvidar a Héctor Cúper. Todavía nadie ha
podido explicar lo que ocurrió aquella tarde de domingo futbolera. El Celta más
mezquino que se recuerda, una auténtica antítesis del equipo valiente, ofensivo
y alegre de tan sólo un año antes, fue capaz de llevarse los 3 puntos de
Mestalla. Lotina tardó escasas cinco jornadas en tumbar el fútbol preciosista
de Víctor Fernández y apostar por un juego defensivo en busca del pragmatismo.
Lo cierto es que aquel día, sin saber ni cómo ni por qué, funcionó.
El guión del encuentro
es lo que explica lo inexplicable de su resolución. Desde el minuto 1 del
choque, el conjunto ché perpetró un asedio constante sobre la portería
defendida por aquel entonces por Pablo Cavallero, el gran protagonista de la
historia. Las ocasiones se sucedían una tras otra mientras los celestes se
mostraban incapaces de cruzar el centro del campo. Resultaría tarea difícil el
recordar un sometimiento semejante sobre el Celta en un partido. Más complicado
sería todavía explicar cómo el 0-0 se mantuvo en el marcador. Especialmente si
se recuerdan las dos penas máximas erradas por el segundo protagonista de la
trama, un Rubén Baraja ya retirado a día de hoy y que seguro no ha sido
capaz de olvidar aquella tarde. Cavallero, todo un especialista del juego psicológico
(sino que se lo pregunten a Makaay), desquició por completo al valencianista.
Para la posteridad quedarán aquellas recomendaciones que el argentino realizaba
al vallisoletano acerca de dónde enviar su disparo. Todo un espectáculo.
Con el tiempo ya
cumplido y a punto de constatarse el milagro, la historia dio un vuelco todavía
más impredecible, cruel para el Valencia y orgásmico para el Celta.
Probablemente en la única jugada en la que el equipo vigués consiguió atravesar
la medular con el balón controlado, el esférico llegó a pies del “Chacho”
Coudet, nuestro tercer personaje. Un futbolista, el argentino, recién llegado
de su país para sustituir al eterno Valery Karpin. En su única aportación a la
causa celeste durante su estancia en Vigo, Coudet fue derribado dentro del área
local. Rodríguez Santiago señalaría su tercer penalti de la tarde, un penalti
cuya responsabilidad recaería sobre los pies de Rogerio Vagner, el cuarto y
último protagonista de la trama. Hasta tres disparos necesitó el brasileño para
colar el esférico en la portería de un Cañizares que no daba crédito. Como él,
muchos celtistas que aquella noche durmieron con su equipo en lo alto de la
tabla y con la extraña sensación de no terminar de creerse lo que había sucedido. El Celta,
un equipo acostumbrado a merecer mucho y recibir poco, había salido victorioso
de un escenario que debió devorarlo. Algo estaba cambiando.
Esa campaña el
Celta alcanzó la gloria de la Champions, esa meta esquiva que parecía
inalcanzable. Lo hizo gracias a un estilo de juego defensivo, aburrido, pero a
fin de cuentas eficaz. Su victoria en Mestalla sería a la postre clave para
destronar al Valencia de la tan ansiada cuarta plaza.
Diez años después
de aquel día, el Celta de Paco Herrera regresa al coliseo ché tras cinco años en
Segunda con la intención de repetir resultado. Aquella fue la última victoria
celeste en un feudo maldito, complicado, pero en el que una tarde de octubre de
2002 se produjo un milagro. Un milagro de Champions.




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