Mil ochocientos ochenta y ocho días


DAVID PENELA
Calor en Vigo, pleno agosto en una ciudad de vacaciones y con sus biorritmos más pausados. Quizás sea la maldita crisis y no el verano. La tarde no difiere mucho a las de hace dos, tres o cuatro años. El mismo azul celeste en el cielo. Pero es diferente. En un hotel de Vigo ya no está comiendo el Girona, el Huesca o el Barcelona B. El número de expedicionarios será similar, sin embargo a éstos los espera un grupo de niños para pedirles autógrafos.

Probablemente dos o tres horas antes, el ambiente será similar. Alrededores vacios de coches, alguna elástica del color del cielo por los bares y la megafonía probándose a todo trapo. Cuando falten minutos algo se notará en el ambiente, pero nada diferente a aquel derbi de abril o aquella tarde de junio. El cosquilleo comenzará en el momento de entrar a nuestro santuario, viejo y con achaques. Por mucho maquillaje que le pongan. Pero es el nuestro.

Cuando llegue a mi sitio, comenzaré a notar las diferencias. Esos cambios en las gradas, esa publicidad digital, unas caras reconocibles en el contrario e, incluso, un árbitro del que te suenan los apellidos, siempre singulares en dicho estamento.

Y en ese momento si que notaré que algo ha cambiado. Levantaré la vista y veré a mí alrededor. Lleno, sin promociones ni con seguro de fiesta. Al fin. Así sí. Pero buscaré con la mirada aquellos que sufrieron a mi lado, que lloraron y que rieron. Que llevan un 1.888 tatuado en el alma. Y sabré que estarán sintiendo lo mismo, la satisfacción del trabajo logrado.

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