El futbolista perdido en Riazor


Foto: Ricardo Grobas
Iago Aspas arrancó la temporada como un cohete. Aunque la inició desde el banquillo, un gol suyo en Huelva permitió la segunda victoria de los celestes en el campeonato. Después, con el cambio de sistema, encontró la titularidad en la punta de ataque, secundado por un Mario Bermejo con el que había intercambiado los papeles. Desde la delantera, el de Moaña no sólo demostró lo que ya todos conocíamos, su calidad, desparpajo, inventiva e imaginación, sino que además se destapó como un notable goleador, alcanzando la respetable cifra de 7 goles (8 si contabilizamos el “gol fantasma” ante el Cartagena) en los dos primeros meses de competición. Recreativo, Xerez, Huesca, Girona y especialmente Villarreal B descubrieron la nueva faceta del jugador de O Morrazo.
   
Pero llegó Riazor. Visitaba Aspas por primera vez el feudo del eterno rival, y lo hacía en su mejor momento como futbolista. Consolidado por fin en la titularidad, con el 10 a la espalda, admirado por los suyos y respetado por los rivales, era la referencia ofensiva de un Celta que caminaba a ritmo de vértigo hacia la cima de la clasificación. Pero al igual que semanas atrás Aspas había mostrado su mejor cara, los días previos al derbi redescubrieron el lado oscuro de un genio. Superlativo con el balón en los pies, su carácter volvió a jugarle una mala pasada. Para la historia de los Celta-Dépor quedarán ya las torpes palabras del delantero, quien aseguró haberse alegrado y celebrado la patada que Vagner propinó a Tristán en el enfrentamiento de 2002.
   
Como era de esperar, estas declaraciones encendieron la mecha de un derbi que ya de por sí iba a ser caliente. Aspas fue coronado como “enemigo público nº1” de la ciudad de A Coruña y la afición deportivista centró en él todas sus iras. Si bien no se arrugó, el de Moaña no fue el de otras ocasiones. Participó, se ofreció y nunca se escondió, pero en el futuro se recordará más su posterior incidente con Colotto que su actuación sobre el césped.
   
A partir de ese día, Iago Aspas ha ido perdiendo protagonismo paulatinamente. Ante el Hércules, el planteamiento ultradefensivo de los de Mandiá le restó opciones, aunque dispuso en los primeros minutos de una ocasión muy clara que marraría ante Falcón. En el Mini Estadi fue el gran sacrificado de una primera mitad desastrosa de los de Herrera, en la que el filial azulgrana dominó a los celestes a su antojo. Ante el Sabadell, el de Moaña recuperó parte de su brillo, participando activamente en dos de los cuatro goles celestes, aunque tampoco consiguió ver puerta. Y en Alcorcón, ni las características del rival ni las del partido  fueron acordes con su estilo de juego. Después, días antes del partido frente al Guadalajara, llegaría una lesión en el tobillo que lo apartaría del equipo hasta el encuentro frente al Nástic, donde dispuso de algunos minutos aunque sin realizar una actuación destacada. El pasado domingo en Córdoba, Herrera volvió a apostar por David Rodríguez en la delantera, dejando en el banquillo a un Aspas que ni siquiera dispondría de un solo minuto en la segunda mitad.
   
Probablemente no tenga nada que ver, pero lo cierto es que desde el partido de Riazor la figura de Iago Aspas se ha difuminado. Gran parte de culpa parece tenerla ese esguince de tobillo del que todavía no está plenamente recuperado. No obstante, incluso antes de la lesión, su rendimiento ya había bajado algunos enteros. Urge recuperarlo, pues no hay futbolista como él en el plantel. Al margen de su sobrada calidad, aporta un carácter descomunal al equipo, el cual se refleja en su fútbol descarado y extrovertido. Hoy en día ya es un símbolo para el club y un ídolo para la afición, la cual no deja de corearlo ni en un solo partido. Si vuelve, que volverá, y se centra en el fútbol, que es donde realmente es un crack, será sin duda el estilete del Celta en su asalto a la Primera División.

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