La última oportunidad de Mouriño


El presidente del Real Club Celta, Carlos Mouriño, se encuentra entre la espada y la pared en lo que a su relación con la afición se refiere. El malestar por su rácana, aunque, en ocasiones, comprensible gestión de estos últimos años se ha acrecentado en estas fechas, debido a las diversas actuaciones que está llevando a cabo desde que finalizase la temporada pasada. La escasez de fichajes, el tema de Michu y Falcón, la pésima campaña de abonados, la subida de los precios para conseguir el carnet de socio y el caso Trashorras han terminado por colmar la paciencia de una hinchada descontenta y rabiosa por conseguir el tan ansiado ascenso que lleva ya cinco años sin encontrar. El celtista acumula un sentimiento de decepción y engaño, al verse defraudado por una directiva que camina, parece ser, en sentido contrario a lo que desea el celtismo, sin tener en cuenta, para nada, la opinión de su afición.

Lo cierto es que la etapa de Mouriño en el Celta ha sido de todo menos sencilla. Recibió una herencia de Horacio Gómez que representaba un arma de doble filo: en lo deportivo, muy buena, pues el equipo estaba en Primera y clasificado para disputar la copa de la Uefa; en lo económico, el Celta vivía rezando para no caer en el pozo de la categoría de plata, donde la elevada deuda que en Primera podía soportarse, en Segunda se convertiría en insostenible.

El nuevo presidente fracasó en el primer ámbito. Pese a contar con un plantel destinado a no pasar apuros, la entidad descendió a Segunda División, donde, durante cuatro años consecutivos, el club vigués vivió una continua serie de despropósitos que ya se pueden incluir en los “años negros” del Celta. En la 2008/2009, tuvo que aparecer un canterano como Iago Aspas para salvar al equipo del descenso a Segunda B y, más que posiblemente, de la desaparición.
En lo económico vivió atado de pies y manos.

 El descenso a Segunda acrecentó la deuda, ante la ausencia de ingresos televisivos y el abandono de cierta masa social. Fue necesaria la entrada en la Ley Concursal para detener una hemorragia que conducía al enfermo a la más dolorosa de las muertes. Durante este periodo, la austeridad ha imperado en la política de la directiva del señor Mouriño, algo que, irremediablemente, ha influido de manera negativa al apartado futbolístico.

No obstante, lo que hasta este año parecía comprensible, en las últimas fechas se ha convertido en inexplicable. Se entiende que, por las circunstancias, la economía predomine sobre el fútbol. Pero no se explica que, tras, por fin, conseguir un bloque de garantías para alcanzar el ascenso y que la temporada pasada pereció en la orilla, la directiva, a través de sus decisiones, esté dejando pasar una oportunidad única no sólo de volver a Primera, sino de mejorar económicamente gracias a lo que el ascenso de categoría conlleva. No tiene ni pies ni cabeza que un equipo que desea estar el año próximo en la Liga de las Estrellas se dedique a dejar escapar jugadores, a regalar a su mejor futbolista, a poner impedimentos económicos a una afición que había logrado recuperar la ilusión, a mantener una plantilla escasa de efectivos para una competición tan larga y tan exigente. No tiene sentido ninguno.

La salida de Trashorras ha sido la gota que colmó el vaso para una hinchada que ya ha sido demasiado paciente. O Mouriño se da prisa o, desde el primer minuto de la temporada, se va a encontrar con amplios sectores de la afición en su contra, algo que, para nada, beneficia al equipo. Necesita devolverle la ilusión y la esperanza al celtista deprimido, y para eso no hay mejor manera de hacerlo que con un gran fichaje. La incorporación de un futbolista de calidad, capaz de hacer olvidar a Trashorras, así como de enganchar de nuevo a la afición, se antoja vital para que el señor Mouriño obtenga el perdón de Balaídos. Con un esfuerzo económico, puede convertir al aficionado crispado en un celtista ilusionado con que empiece a rodar el balón. Es su última oportunidad para ganarse a la grada, su última posibilidad para conseguir el cariño que pocas veces, o ninguna, tuvo. Y dicha oportunidad tiene nombre y apellido: Jonathan Pereira.

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