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Foto: Salvador Sas |
El Celta es un equipo acostumbrado a sufrir, de corazón
enorme y presupuesto raquítico. Siempre ha sido así, y cuando hemos querido ser
otra cosa la realidad se ha empeñado en darnos un duro golpe (ya fuese en forma
de escándalo deportivo o por desfalcos monetarios). Todo eso no quita que su
afición y sus jugadores crean en sí mismos e intenten por todos los medios
rebelarse a la crudeza de una liga empantanada, corrupta y falta de
competitividad. Va, también, en nuestro carácter.
Lo que nos dejó el partido del sábado contra el Real Madrid
de Rafa Benítez es eso y mucho más. Es la definición completa de dignidad. Es
el guerrero cubierto de flechas que, con todo, se resiste a su destino y muere
de pie. Con la espada en la mano, dando un susto de muerte a su rival, mucho más
grande y poderoso que él.
El poder, sin embargo, no es lo que hace gigantes a los
hombres. Lo es la condición de superarse, crecer y negarse a aguantar lo
preestablecido. Por eso el Celta está siendo gigante esta temporada y lo fue,
con todas las letras, el sábado pasado. Mucho más que un equipo formado por un
especulador inmobiliario y con todo el rancio apoyo político-económico del país
más corrupto del mundo. La gloria de la derrota, sabiendo que has traspasado
todos tus límites, sabe muy bien a veces.
El Celta de Berizzo, a pesar de unos 20 primeros minutos
francamente malos que costaron quizá el partido a la larga, se desperezó y
maniató a su rival. Solamente le valió al Madrid escudarse en su portero, un
Keylor Navas en completo estado de gracia. Y cuando esto no bastó, el escudo
adquirió forma de árbitro. La expulsión de Cabral, una de las más disparatadas
e injustas que se recuerdan, no hace más que secundar teorías de la conspiración
que, seamos sinceros, todos sabemos que tienen mucho de verdad.
Ni con esas el Celta se amilanó y es por eso que se dignificó
no solo el escudo, también la ciudad, sus aficionados y el propio fútbol. No se
rindió nunca el equipo, al contrario. Dominó y jugó, maniató al todopoderoso
Madrid consiguiendo que se encerrasen en su área. Porque a veces los miserables
se agachan y se encierran protegiendo su fortuna con cobardía. El Celta nunca
es cobarde. Esa es la dignidad, el orgullo, la pasión.
Da gusto asistir al campo a sabiendas de que pase lo que
pase, se pierda o se gane, este grupo de jugadores no se esconde. Aunque las
cosas salgan mal, se falle un pase o un control, las ganas nunca desaparecen. En
la perseverancia está el perdón. Que se lo digan a Nolito en su día, a Orellana
en su segunda venida, al Tucu ahora mismo. Todos ellos comenzaron erráticos sus
aventuras celestes, algunos más criticados que otros, pero les unió algo
verdadero: nunca dejaron de trabajar. Nunca se dejaron hundir.
Eso es lo que fructifica este año y más concretamente en la
bella derrota del sábado pasado. Una idea. Un equipo. El equipo de los
jugadores dignos de vestir la camiseta de una ciudad, de un pueblo,
acostumbrado a ser olvidado pese al enorme sudor y trabajo que se deduce de sus
laberínticas calles. Que se queden ellos con el glamour de su metrópolis, que
en el fondo esconde putrefacción. Que se queden con la mentira de su escudo,
aquel que presume de señorío.
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