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Foto: Lalo Villar |
Roberto Trashorras, aquel díscolo jugador que reunía odios y
cariños a su alrededor. Paco Jémez, entrenador anhelado y mirado con recelo a
partes iguales. El Rayo Vallecano, bestia negra para los celestes prácticamente
en la última década. Todos ellos sucumbieron por fin en Balaídos en una noche mágica
que se recordará durante mucho tiempo en esas curiosas y también estériles ‘efemérides’.
De golpe y porrazo devolvimos todos los sinsabores rayistas de las últimas
temporadas de una vez, gol a gol, con un baño futbolístico para el recuerdo.
Se presumían goles en la previa, pero por ambas partes. Dos
equipos ultra-ofensivos que jugaban más por la querencia de agradar y seguir en
una línea ascendente que por estar realmente acuciados por los resultados y la
situación de la tabla. Pero nadie podía imaginar, mucho menos después de que a
los 20 segundos de juego (¡tras sacar de centro el Celta!) el Rayo se
adelantase en el marcador merced a un cabezazo del legendario Manucho. Mucho
menos después de que Sergio tuviese que estirar sus felinas zarpas para evitar
el 0-2. Diez minutos de caos que hacían prever una tarde aciaga para los
vigueses.
Nada más lejos de la realidad. A partir de ahí se
desperezaron los del Toto Berizzo, que formaron prácticamente con cuatro
delanteros y dos mediocentros que saben tratar bien la pelota. Viendo que los
de Jémez formaban con tres centrales, incluidos los torpones y lentos Amaya y Abdoulaye,
no dudaron los celestes en adelantar las líneas (especialmente un inspirado
Krohn-Dehli en la presión, a sabiendas de que Augusto se bastaba en al contención)
y presionar arriba a un rayo que ya de por sí tenía las líneas temeraria y
desordenadamente arriba.
Fue a partir de entonces cuando explotó la bomba. El rápido
gol de Larrivey dio alas al equipo y comenzó el festival. Sorprendentemente
comenzaron a sucederse las ocasiones, Amaya era ‘desnudado’ continuamente por Nolito
y Orellana, cual relámpago, se movió entre líneas al son de su talento. No
supieron los ofensivos jugadores del mediocampo vallecano parar las acometidas
viguesas. El partido tenía para entonces un único dueño.
Tras el segundo gol, anotado por Santi Mina a pase genial de
Nolito, era cuestión de tiempo que la goleada fructificase. Principalmente
porque el Celta no paró, quiso más y buscó resarcirse por tantas otras
ocasiones malogradas en el pasado. Era el día y había que aprovecharlo. El que
más lo aprovechó, por supuesto, fue Santi Mina. No será esta una de esas crónicas
que acudan al juego de palabras evidente. A lo que sí acudirá, desde luego, es
al aplauso a un chaval que ya venía mereciendo un alegrón. Partidazo el suyo,
partidazo del Celta. Una noche de borrachera que tardaremos en olvidar y que
casi certifica la permanencia de forma definitiva.
Toca ahora ir a Eibar, estación complicada, con la ilusión
de sellar el billete en primera clase para el año próximo y adivinar, si se da
la oportunidad, hasta qué punto es posible viajar por Europa. De momento cabe
alegrarse, disfrutar con el equipo y tener paciencia. Los sueños, a veces,
llegan cuando uno menos se lo espera.
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