La felicidad de lo pequeño


Ha concluido el encuentro, pero pocos aficionados se mueven de sus asientos. Observan fijamento los videomarcadores, igual que la plantilla céltica reunida sobre el césped. Imágenes gozosas de la temporada. El presente, convertido ya en memoria. Después, fuegos y petardeo. La conclusión de una jornada perfecta, que solo la lesión de Augusto afea.

El celtismo, que llegó a asimilar con hastío rutinario las clasificaciones europeas a comienzos de este siglo, ha recuperado la capacidad de disfrutar cada instante. Noventa años de instantes, recopilados en el lema que las gradas exhiben en su mosaico: "Sempre xuntos". Una forma de ser que se resume en Oubiña llevándole agua a Rafinha. La grandeza de un pequeño gesto. A Rafinha, cuando Luis Enrique comience el carrusel de homenajes, le cantará Balaídos: "Quédate". Es lo protocolario. Su marcha se asume. El Celta será una estación de paso en una carrera que se presume brillante. Pero es el camino lo que nos compone.

El guión diseñado en la imaginación de los célticos se va cumpliendo. Bermejo, seguramente en la última carga a ojos del estadio vigués, envía un disparo a la cruceta. Sergio, amenazado por la efervescencia de Rubén Blanco, reivindica que el club tengo más paciencia en esa sustitución generacional. El Gato también rinde las gradas a sus pies con sus mil estiradas.

Hay tiempo para el "Miudiño" y para "A Rianxeira". Para que un tsunami humano recorra las gradas y los "olés" acompañen el toque esmerado con el que los celestes, en algunas fases, torean a los merengues. Ausente Cristiano, el pararrayos habitual, es Ramos la diana de las burlas.

Son dos equipos que, aunque coincidentes en el espacio y el tiempo, habitan en realidad en universos distantes. El Real Madrid, coleccionista de trofeos, no festeja esa sencilla existencia que tan cara le es al Celta. La victoria es el único alimento de los capitalinos. Florentino Pérez y su extenso séquito, que incluye a la exministra Isabel Tocino, abandonan el estadio. Un porsche, un audi y un mercedes negros, de cristales tintados, los aguardan. Se van con la cara larga.

La policía, esta vez, no ha vallado la salida de vestuarios. Demasiada muchedumbre. Esperan a que el gentío se alivie un tanto y después ya empujan hacia los laterales a los devotos madridistas que taponaban la puerta reclamando un guiño de sus ídolos. Los de Ancelotti, acostumbrados a la admiración, ni la perciben en el corto trecho hasta el autobús. Ellos escriben la historia mayúscula. El Celta, apenas su vida. Y es la tarea más importante que uno puede concebir.

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