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GUSTAU NACARINO |
Es curioso. Un equipo pelea por subir a Primera División
para jugar partidos como el de ayer. Festeja una sufrida permanencia para poder
repetir un enfrentamiento así al año siguiente. Sin embargo, en esta liga tan
desigual en la que tres equipos y el resto están separados por años luz de
distancia, este tipo de encuentros se han convertido en un trámite incómodo,
molesto.
Eso pareció que
representaba el partido para el Celta, deseoso de pasar cuanto antes el mal
trago. Durante 45 minutos paseó sin alma sobre el césped blaugrana, indultado
por la comodidad culé y sin tan siquiera asustar. Luis Enrique, valiente por
naturaleza, tiró de conservadurismo con una defensa de cinco futbolistas que
iba en contra de la idiosincrasia de su equipo. Desorientados y con la
intensidad propia de un bolo veraniego, fueron por momentos una marioneta en
manos de un Barça que sentenció el partido con el freno de mano puesto. Sólo
Fontás y Jonny se salvaron del suspenso general.
En la reanudación, la
disposición y la actitud cambiaron. El Celta le metió ritmo a su defensa y
dinamismo a su ataque. Gozó de alguna que otra oportunidad para meterse en el
partido, pero no contó con la amistad de un inspirado Pinto. Cuando Neymar
sentenció, el partido murió un poco más. Los últimos minutos simplemente sirvieron
para constatar que Mario Bermejo no es un cadáver futbolístico y que merece
alguna oportunidad más.
Pasado el incómodo
trámite, jugado con menos fe de la necesaria, toca pensar en lo que se avecina.
El calendario depara una semana clave para las aspiraciones celestes. De lo que
pase ante el Sevilla en Balaídos y en Vallecas frente al Rayo dependerá en gran
medida el futuro celeste. SI los de Luis Enrique recuperan el nivel de hace
diez días y se llevan los puntos, la salvación estará prácticamente en el
bolsillo. En cambio, si reproducen lo mostrado en estos últimos cinco días,
pueden reaparecer los fantasmas. Veremos.
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