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Foto: EFE |
Tenía el Barcelona un halo de santidad que emanaba de su fútbol. Caía simpático igual que lo hacen las muchachas bellas antes de conocerlas, meramente por su aspecto. Y aunque a nadie le hacía gracia perder ante él, había cosas peores. Perdías, sin darte cuenta, con una leve sonrisa en la cara. Pero ese tiempo pasó. Y al igual que su fútbol no emarora, sus victorias cabrean. Mucho. Y dan lugar a teorías de la conspiración. Uno se va para casa pensando cuán injusta es la vida y no cuán bueno es el rival. Balaídos se llenó para ganar, pero perdió. Y además, lo hizo sabiendo casi desde el principio que las opciones eran mínimas. Casi sin soñarlo, el sueño desapareció. Se esfumó en la realidad.
Las gradas se hicieron notar tanto por el enfado como por el ánimo. Enfado con la actuación de David Fernández Borbalán, que pagó errores de ayer y otros de la pasada temporada. Y enfado con Cesc Fábregas, que personificó en lo que se está convirtiendo el Barça: un gigante sin corazón apreciable por los derrotados.
Las galas con las que se vistió el celtismo merecieron no sólo mejor final, sino mucho mejor desarrollo. El partido se cerró tan pronto que dio tiempo a regodearse en la derrota, con lo mal que sienta. Pasaron por Vigo estrellas rutilantes como Messi o Iniesta y nadie se ganó una ovación. El Barça ya no cae bien.
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