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Foto: M. Moralejo |
El fútbol es maravilloso. Tantas y tantas noches de
tristeza, tantos y tantos momentos bañados en lágrimas y regados de desilusión,
tantas y tantas decepciones, se borran de un plumazo en una noche como la de
ayer. El celtista nace y se hace, elige un destino a sabiendas de que las
piedras superarán a las rocas en el camino, hipoteca dramas futuros para
asegurar unas pocas alegrías, se agarra a una condena que asegura sufrimiento.
El secreto está en saber disfrutarlo, en degustar esos pequeños momentos, en
saborearlos tanto que hagan olvidar la amargura de las malas tardes. El
celtismo disfruta desde anoche de una felicidad desbordante, pocas veces vista.
El milagro, ese que tres semanas atrás parecía cosa de locos, se ha cumplido.
Balaídos será de Primera una temporada más.
El partido regaló
mucha tensión y poco fútbol. El Celta salió al campo como demandaba la
situación. En un magnífico cuarto de hora, desarboló a un Espanyol sin
motivación. Encontró el premio tras una primorosa acción de Aspas, quien saldó
todas sus cuentas pendientes con Colotto mediante un regate de hemeroteca. Al
igual que hace algo más de un año en Tarragona, el moañés cedió al corazón del
área y allí apareció de nuevo Natxo Insa, el hombre de los goles importantes.
La Real Sociedad hacía su trabajo en Riazor y todo se ponía de cara.
Fue entonces cuando
al Celta le tembló el pulso. Con el viento a favor, el equipo dio un paso hacia
atrás y el Espanyol aceptó el ofrecimiento. Los pericos pasaron a dominar el
choque a través de un Verdú libre de marca. El sol abandonó Balaídos y el
partido se complicó. Tuvo que aparecer el joven Rubén Blanco, impecable en todo
momento, para salvar la situación. Su calidad impresiona, su aplomo y madurez
simplemente asustan. Hay porterazo.
La segunda mitad
fue un lento correr del reloj. El Deportivo no podía con la Real y todo pasaba
a depender de lo que ocurriera en Vigo, donde el Celta no sólo no sentenciaba
sino que cedía más terreno al Espanyol. Los de Abel Resino se defendieron como gato
panza arriba, soñando con una contra salvadora. No hubo claridad en los metros
finales y se evitó un final más plácido. Dio igual, el pitido de Mateu Lahoz
terminó con la agonía. Las gradas vomitaron camisetas celestes hacia el campo y
la fiesta comenzó.
Hoy no es día de
hacer valoraciones, de enumerar errores y aciertos, de hablar de futuro. Hoy es
momento de disfrutar y celebrar uno de los episodios más alegres de la historia
reciente del celtismo. El Celta ha completado su hazaña y vivirá un año más
entre los más grandes. La afición, esa que no ha vertido ni un solo reproche a
lo largo de la temporada, esa que ha sabido estar en los peores momentos, esa
que se fue ayer a la cama enamorada de su equipo, lo merecía. El sufrimiento ha
terminado. El Celta, golpeado en Getafe, humillado en Riazor, hundido en
Mallorca y casi muerto en el Villamarín, resucitó en Pucela para certificar el
milagro en Balaídos. El fútbol, todavía en deuda, se la debía. El cielo seguirá
siendo celeste.
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