El Celta se ha quedado sin margen de error. El Atlético
destrozó el último comodín que quedaba y obliga ahora a conseguir un pleno en
las tres jornadas venideras. No hay otra. Pensar en que otro camino conduce a
la salvación es prácticamente una utopía y toca aferrarse a esa esperanza
injustificable y perenne que habita el corazón del celtista. La oscuridad lo
invade todo, pero aún se vislumbra un resquicio de luz. Por dignidad y por una
afición capaz de corearle al equipo con el partido sentenciado y el descenso
acechando, es innegociable intentarlo.
El resultado lo
devora todo e induce a la tristeza y el enfado, pero es necesario mirar más
allá. La crónica serena y objetiva habla de un buen Celta en los primeros 45
minutos, superior al Atlético por momentos y con ocasiones claras para abrir el
marcador. Los colchoneros apenas inquietaron. Los vigueses minimizaron las
pérdidas en medio campo y achucharon la salida de balón rival, logrando que el
fútbol se desarrollase en terreno adversario. Por ahí llegaron las
oportunidades. El marcador en el intermedio no hizo justicia con lo visto sobre
el césped. Tampoco Teixeira Vitienes, fiel reflejo del nivel arbitral español.
Elevó el listón bien pronto y tuvo que bajarlo cuando Mario Suárez bordeó la
expulsión. Desesperante de principio a fin.
La segunda parte
fue otro cantar. El Celta se derrumbó cual castillo de naipes cuando Diego
Costa aprovechó la enésima verbena a balón parado para adelantar a los
rojiblancos. El brasileño, tan bueno como inmaduro, olvidó en su celebración
quién le dio la oportunidad de debutar en el fútbol español. Ahí murió el
partido. Incomprensiblemente, los vigueses bajaron los brazos y entregaron el
choque. El equipo se partió y el Atlético encontró un tesoro al contraataque.
La sentencia era cuestión de tiempo. La trajeron Juanfran y Falcao, con gol
esperanzador de Augusto entre medias, en dos dianas que dejaron en evidencia la
pobre intensidad defensiva del equipo, en especial de un Michael Krohn-Dehli otrora
referencia del conjunto y hoy muy venido a menos. Pese a todo, Balaídos no se
vino abajo y despidió a los suyos entre aplausos. Fue la enésima lección de una
afición que, en un año complicado, ha crecido más que nunca.
Hace apenas unas
semanas, cuando la derrota en Mallorca acercaba el abismo, el #NonNosRendemos
se convirtió en el lema de un celtismo decidido a luchar hasta el final. A día
de hoy, la situación es similar o incluso más dramática. En aquel momento, dos
victorias consecutivas devolvieron la fe. Ahora hacen falta tres, como las que
se consiguieron en el último descenso con el equipo desahuciado y una hinchada
mucho más crítica que la actual. El milagro, como entonces, empieza también con
el Betis. No queda otra. El Celta ha recibido el tiro de gracia. Está en el
suelo, medio muerto, pero aún respira. A ese hilo de vida es al que hay que
agarrarse. Es lo mínimo que se debe hacer por este escudo y estos colores que,
incluso en días como hoy, le hacen a uno sentirse tan y tan orgulloso.
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