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MARTA G. BREA |
El Rayo se llevó los tres puntos de Vigo sin hacer nada del otro mundo porque el equipo de Abel Resino apenas opuso resistencia, un factor realmente deprimente a estas alturas de la temporada, teniendo en cuenta las urgencias viguesas para salvarse y la satisfacción previa generada contra el Barcelona. Apenas un gran rato de jolgorio ofensivo y tenacidad psicológica antes del inaceptable error defensivo del 0-1. De ahí hasta el final, descorazonador al recibir otro tanto con suma facilidad, los célticos sufrieron un cortocircuito físico, técnico, táctico y mental de dimensiones desproporcionadas. Pelotazos de aquí para allá, pérdidas infinitas y rostros más propios de una depresión que de una pelea competitiva. No se salvó nada. Nadie. Así, el Celta vuelve a comportarse como una montaña rusa sin argumentos para un destino mejor, un conjunto con doble personalidad que aumenta en defectos y disminuye sus virtudes.
Tristemente, no supone ninguna novedad reiterar que los futbolistas están muy lejos de lo que pueden ofrecer (me niego a pensar que esto es lo que da de sí la plantilla actual) ni tampoco recordarle a Abel Resino que la Liga se está acabando sin que los suyos hayan asimilado los famosos conceptos, la manera de jugar que proponer el técnico. Nos toma el pelo o no le entienden. El Celta ha demostrado que no sabe desarrollar sus famosas pretensiones, pero prima la obstinación de un técnico que no ha dado el impulso psicológico esperado al vestuario, además de haber transformado la vistosidad genética en una practicidad sin frutos numéricos. La fe de la gente puede levantarse y, aunque no haya motivos tangibles lo hará, pero el límite es obvio: el de unas garantías futbolísticas actualmente más que dudosas. Veremos el lunes en Mallorca si sólo vivimos de ilusiones.
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