Y Paco Herrera nos resucitó



En los años que llevo siguiendo el fútbol y siendo celtista, siempre he cumplido una máxima en lo que se refiere a un nuevo entrenador: la sensación que transmite desde el banquillo. Tres años en Segunda, más cerca de Segunda B que de Primera, le sumen a uno en la depresión futbolística. Ni las buenas intenciones de Eusebio Sacristán, un buen entrenador que a pesar de ello se ajusta perfectamente a la definición de “blando”, parecían funcionar para sacarnos de un pozo cada vez más profundo y maloliente. Y entonces llegó él. El primer partido en Balaídos, contra el Barça B, lo noté. Era él. Él nos sacaría de la mediocridad. Perdimos, pero me fui a casa con la cabeza alta. La razón, bien sencilla: el equipo dio la cara y su entrenador con él. No se veía en el campo ni caos ni estatismo, dos sustantivos antagónicos pero con un fin muy claro en esto del fútbol: el fracaso. Desde el banquillo, que me queda cerca desde mi butaca en Río Bajo en la que vi galopar a Gustavo López o gambetear a un David Silva casi prepúber, se erigía una figura casi titánica que alentaba a los jugadores.

Paco Herrera, un entrenador desconocido para mí, tenía coraje. No se quedaba sentado en el banquillo como Pepe Murcia o gritaba con la boca pequeña como Eusebio. No. Lo que vi aquella tarde fue alma. Se desgañitaba por la victoria, no cejaba en su empeño por ordenar a sus jugadores y, lo más importante de todo, buscábamos el gol sin piedad. El equipo atacaba, pero no atacaba como lo había hecho un año antes. Atacaba con pasión, con furia, con determinación. Así llegaron las remontadas, algo impensable tiempo atrás e incluso alguna goleada hizo acto de presencia. Las victorias comenzaron a llegar y con ellas la ilusión del ascenso. Habíamos resucitado. Esta vez íbamos en serio. Y lo hacíamos sacando a jugadores de la cantera aliñados con algunos veteranos ilusionantes. La solución del teorema pasaba por Paco, Mr. Paco.

Las vacas flacas hicieron acto de presencia y a pesar de lo doloroso que fue el playoff de ascenso contra el Granada, esa vez lo supe a ciencia cierta. Sus lágrimas en Peinador solamente consiguieron que me reafirmase. Era él, solamente podía ser él. Prometió volver la campaña siguiente con una sonrisa para hacer olvidar aquellas lágrimas. Lo consiguió, vaya si lo consiguió. Transformando a jugadores, reafirmando a otros tantos, resucitando a algún olvidado. Ese Celta sí era nuestro Celta. La travesía había sido tan larga que ya creíamos imposible vivir algo así. Y créanme cuando les digo que lo que hizo Paco Herrera casi podía considerarse un auténtico milagro. Aquella fatídica tarde en Alicante parecía la puntilla definitiva, pero la unión y la valentía de un entrenador corajudo (y cojonudo) nos elevó al más celeste de los cielos. “Que sí, joder, que vamos a ascender”, decíamos todos. Y Paco también. Paco, nuestro Paco.

Pero los amores, pro mucho que nos duela, nunca son eternos. Al menos en lo que concierne a la oficialización de las relaciones. Es un asunto difícil. Pareciera que este año, tras un inicio ilusionante, la llama se hubiese apagado poco a poco. Cuando la confianza, el cariño y la tranquilidad se disipan sin remedio, urge cambiar. Lo ocurrido el sábado pasado en el Coliseum era la constatación. Uno nunca sabrá hasta dónde hubiésemos llegado con Paco Herrera hasta final de temporada igual que no sabe hasta dónde llegaremos con Abel Resino. No viene al caso hablar de si las decisiones tomadas desde el club son acertadas o no. Lo único cierto es que Herrera parecía haber perdido la confianza de mucha gente. Tan cierto como que no merecía irse por la puerta de atrás. Es un tópico, pero el fútbol es así.

El deporte en general está lleno de tópicos y hay uno que se extiende no sólo al fútbol, sino a muchos más. Es aquel que versa sobre la memoria. Puede que en las altas esferas, esas que tanto se preocupan del día a día, la memoria sea un rara avis. Puede que allá donde lo único que importa es vender y vender sin parar, el raciocinio no haga acto de presencia. Parece que el neo-capitalismo se haya comido todo, incluidas las conciencias que habitaban no hace demasiado en un deporte tan bonito como el fútbol. Pero nosotros, los aficionados, no olvidamos. El fútbol y sus clubes viven irremediablemente en el presente, pero existen gracias a su pasado. El Celta, con ya casi 100 años de Historia, vio cómo futbolistas, entrenadores, directivos y, en fin, personas, escribían páginas doradas en un libro tan celeste como emocionante. Paco Herrera, Sir Paco, Mr. Paco; escribió una de ellas. Puede que no la más gloriosa (o sí), pero sin duda una de las más emotivas. Gracias a él pudimos sentirnos grandes otra vez, gracias a él un grito ahogado se desató hacia el cielo vigués un caluroso día de Junio tras cinco años de amargura. Gracias a él pudimos sonreír y por él lloramos esta vez. Porque Paco, el fútbol no tendrá memoria, pero lo importante es que nosotros, los que sufrimos y disfrutamos contigo, sí la tengamos.

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