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Foto: Óscar Vázquez |
Mi padre me dio una vez la razón por la cual el fútbol era
el mejor deporte de todos. A esa coletilla solía añadir que lo era, además, con
mucha diferencia. Cuando apenas contaba con unos pocos años mi madre, o alguien
de la familia, cuestionó el por qué nos obsesionaba tanto el llamado “deporte
Rey”. Así que mi padre, con tranquilidad y quizá herido en su orgullo
futbolero, espetó lo siguiente: “El fútbol es el mejor espectáculo porque nunca
sabes lo que puede pasar. Puedes ir al Cine y que alguien te cuente la película,
pero un partido nadie te lo puede contar con antelación”. Ayer, en la calma que
me proporcionó la llegada a casa tras el éxtasis de Balaído, me acordé de esta
frase. No voy a decir que fue entonces cuando la entendí, porque desde aquel día
el fútbol me dio miles de ejemplos de lo que mi padre decía, pero hoy tuvo más
sentido que nunca.
Quién nos iba a decir a nosotros, celtistas, antes del
partido de ayer, que viviríamos lo que vivimos. Venía un Xerez aparentemente
relajado, con los deberes de la permanencia hechos pero quizá herido en su
orgullo por haber querido pelear por cotas más altas (y así lo demostraba ante
el Deportivo la jornada anterior) a un Balaídos que se presumía abarrotado en
un paso más hacia Primera División. Viendo la trayectoria de unos y otros cabía
esperar un partido disputado pero que el tiempo decantaría a nuestro favor,
algo muy extraño tendría que pasar para que las cosas no cayesen por su propio
peso. Y, como el fútbol es tan imprevisible, esas cosas extrañas pasaron. Minuto
5, penalti de Sergio y expulsión. Tocaba remar. Y se remó.
Mi hermano, pesimista como pocos, me decía tras el incidente
que tumbaba el campo cuesta arriba que lo veía difícil. Había que creer. Y quizá
por animarlo o porque realmente creo en estos jugadores le dije: “Si jugamos
como siempre, el hombre menos no se va a notar. Hay que tener el balón y que
los laterales suban.”. Y eso fue lo que ocurrió. Los diez de celeste jugaron
como si fuesen doce, acompañados en las alas por un Hugo Mallo y un Roberto
Lago inconmensurables multiplicando esfuerzos y un trío atacante formado por
Orellana, Toni y Aspas que estaba en todos los espacios habidos y por haber. El
gol caería como fruta madura y lo mejor que nos podía pasar era que lo hiciese
antes del descanso. Cayó, vaya si cayó, y de parte de quién si no de un Iago,
Iaguito Aspas que está no de dulce si no de éxtasis celeste. Partidazo el suyo
en una mezcla de esfuerzo y clase que terminó con su físico tumbado en el césped
entre gritos y sollozos celtistas. Simplemente épico.
Claro que antes había marcado el penalti que el portero
jerezano provocó emulando a Sergio justo en el mismo instante y en la misma
portería solo que en la segunda parte. El árbitro, uno de los peores que un
servidor haya podido ver con sus ojos, castigó la jugada solo con amarilla
cuando ambas eran calcadas. La suerte fue que era la segunda. Nadie era capaz
de sentarse. El lanzamiento era crucial, fallar no era una opción aunque mi
padre, confiado, decía que aunque fallásemos el gol caería. Los nervios
desaparecieron al ver el balón entre las redes. “¡A por otro!”, gritábamos
todos. Sangre, sudor y lágrimas. Esta vez de alegría al ver cómo Álex López
clavaba un zarpazo desde fuera del área. Ya no se escapaba. Un partido que
vimos imposible se convertía en una goleada tras la picadita, una más, de un
Orellana tan determinante como solidario en lo defensivo.
Fue el esfuerzo de diez titanes (catorce más bien) acompañado por el aliento de decenas de
miles de semidioses en la grada. Incluso la chiquillada de Hugo Mallo, a quien
el ímpetu le jugó una mala pasada, fue aceptada con la resignación de quien se
sabe poderoso. A estas alturas solamente cabe un pensamiento: que seguiremos,
que ningún obstáculo podrá con nosotros y que volveremos a Primera. No lo dije
en toda la temporada por precaución, pero ahora me sale de dentro y me uno al júbilo
general: ¡Que sí, joder, que vamos a ascender! Y haciéndolo con partidos como
estos es como mejor sabe, con la magia de ese deporte que mi padre destacaba
por su característica de imprevisible, porque el fútbol, cuando quiere, es lo
mejor del mundo. Y cuando está teñido de celeste, más todavía.
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