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Foto: Ricardo Grobas |
1043 kilómetros ejemplifican el devenir del
Celta en este 2011 que está a punto de desaparecer. Una distancia que une dos
lugares, dos momentos, dos sentimientos y un mismo final: la derrota. Una
distancia que conecta el Sur con el Norte, la Alhambra con la Torre de
Hércules, Los Cármenes con Riazor, la desolación con la decepción. Pero también
una distancia que desemboca en un mar de celtismo, en un océano de viejas
sensaciones, en aguas de esperanza e ilusión.
Lejos de victorias
y empates, este 2011 debe recordarse desde la derrota, especialmente desde dos.
Terrorífica y cruel la primera, inmerecida y reconfortante la segunda. Los
tropiezos ante Granada y Deportivo representaron la enésima bofetada en el rostro
celtista, pero también la voluntad eterna de levantarse y seguir hacia
adelante. Incomparables en cuanto a repercusión, soportan el símil con el
pasado.
En tierras nazarís,
el Celta enterró el sueño del ascenso. Más bien lo lanzó por los aires con
aquel penalti que Michu envió al limbo. Un despiadado final que pudo no
producirse. Herrera se puso el disfraz de Profesor Bacterio el día en que menos
convenía hacer experimentos y la mezcla estalló. El Granada maniató a los
vigueses y pudo ajusticiarlos sin necesidad de tiempo extra. Ya con la
artillería en el campo, e incluso antes, el Celta contó con la dosis de fortuna
suficiente como para haber decantado la balanza de su lado, pero Lesma López se
encargó de prolongar la agonía hasta los penaltis. Allí, la suerte le dio una
última oportunidad al Celta, pero Michu la desperdició. Fue el triste epílogo a
una temporada en la que, de nuevo, nos habíamos vuelto a sentir grandes. Supuso
un intento frustrado de regresar a un tiempo pretérito cargado de gloria que,
tristemente, tendría que esperar.
El de A Coruña fue
un reencuentro momentáneo con el pasado. 90 minutos duró un partido que revivió
viejas tardes de gloria entre dos enemigos recíprocos y que se necesitan
mutuamente: lo de Los Cármenes fue menos duro de superar sabiendo que Riazor
aguardaba a la vuelta de la esquina; y lo mismo aconteció al otro lado de la
Autopista del Atlántico tras el primer descenso después de dos décadas de
éxitos. Celta y Dépor se volvían a ver las caras en un partido que pasará a la
historia por el triunfo local y el excelso juego visitante. Ni los
blanquiazules merecieron tanto ni los celestes tan poco. La puntería la
pusieron los del Norte, el fútbol los del Sur.
Encuentros dispares
pero a la vez muy similares. Ambos recogieron el ambiente de las grandes citas,
el sabor de los duelos en la cumbre, el infierno que supone jugar en territorio
hostil. Ambos reunieron al celtismo triste y apagado, el cual volvió a vivir
partidos de altura, encuentros en los que un nudo asola el estómago y el
corazón camina por encima de sus posibilidades, momentos en los que un gol
puede convertirse en una cuchillada en el pecho o en incontrolable locura.
Ambos situaron a Iago Aspas, ese genio irreverente que ya ha logrado consagrarse
como ídolo de una afición entregada a sus diabluras, en el ojo del huracán.
Ambos estuvieron cerca, pero terminaron por escaparse en los minutos finales como
humo entre las manos.
2012 debe encararse
desde estas dos noches de infausto recuerdo. Dos noches que probablemente nos
hicieron llorar, pero que también nos demostraron que el sueño está ahí cerca,
a sólo unos palmos de distancia. Ese pasado que tan gratos recuerdos nos trae a
la mente vuelve a estar a nuestro alcance, a escasos centímetros. Un pasado que
ahora es futuro y que pronto puede convertirse en presente. Un presente en el
que las alegrías superen a las decepciones, en el que el celtismo inunde Vigo y
sus alrededores, en el que los niños desprecien a Messis y Cristianos en favor de
los Iago Aspas o Álex López, en el que Praza América sea visitada con
asiduidad, en el que Balaídos vuelva a vestirse de gala para recibir a los
mejores equipos del planeta… Granada y A
Coruña nos han demostrado que el futuro es el pasado y que este presente cada
vez tiene menos futuro. Y es que este puede ser el año en que, por fin, el
cielo vuelva a ser celeste.
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