Para que un equipo ascienda a Primera División hacen falta muchas cosas. En un camino tan largo como lo son los casi diez mese de competición, son innumerables las pequeñas circunstancias que pueden provocar que la balanza se decante a favor de unos y en contra de otros. Muchos dirán, por ejemplo, que el Celta se quedó a las puertas de la gloria por aquel penalti que Michu mandó a las nubes en el increíble partido de Granada. Otros pensarán que, si la portería hubiese medido dos centímetros más, Trashorras, en lugar de estrellar dos balones en el larguero, habría salido a hombros de Los Cármenes coronado como el héroe del ascenso celtiña.
Suerte o gafe, fortuna o desgracia, lo cierto es que, en mi opinión, cuando el azar se convierte en cotidiano, pierde dicha categoría. Me explico: si el Celta sigue en Segunda es, única y exclusivamente, por méritos propios. Principalmente, por un mal endémico que lleva mucho tiempo persiguiéndolo y que es una de las razones que explican los infaustos años que está viviendo el celtismo en este último lustro.
Desde que Víctor Fernández abandonó el banquillo celeste, y salvo la temporada del retorno a Primera con Fernando Vázquez al mando, Balaídos se ha convertido en el coto de caza favorito de todos los rivales vigueses. Desde la marcha del genial preparador aragonés, el estadio del Val do Fragoso ha visto como, campaña tras campaña, más de la mitad de los puntos disputados sobre su césped, volaban hacia tierras lejanas.
Un lastre que, en muchas ocasiones, se ha subsanado con una fantástica trayectoria como visitante, véase el curso pasado. Los buenos resultados del Celta lejos de Vigo han permitido al equipo ir parcheando este terrible defecto, el cual ha sido causa clara de sus continuos y reiterados fracasos en los últimos tiempos. Como ya dije antes, a excepción de la temporada 2005/2006, donde el Celta consiguió hacer de Balaídos un campo respetado, los malos resultados en el coliseo olívico se han convertido en una tónica habitual.
Sin ir más lejos, la temporada pasada, el conjunto de Paco Herrera sumó 33 puntos de los 63 posibles en su feudo, cayendo derrotado en seis ocasiones, anotando 30 goles y encajando 23. Estos datos no soportan la comparativa con las cifras obtenidas como visitante: 34 puntos, tres derrotas, 32 goles a favor y 20 en contra.
Y el gran problema es que este defecto del Celta se acrecenta al competir en Segunda División, una categoría donde, la mayoría de los equipos basan su poderío en su buen rendimiento como locales, siendo difícil encontrar algún conjunto que presente unos números parecidos a los del equipo vigués, en los que la diferencia de resultados como local y visitante sea tan pronunciada. Por ejemplo, los tres ascendidos la campaña pasada sustentaron gran parte de su éxito en su comportamiento como anfitriones: el Betis consiguió 53 puntos en el Benito Villamarín (20 más que el Celta), perdiendo sólo 2 partidos y anotando 53 goles; el Granada, por su parte, sumó 49 puntos en su estadio, con 50 goles a favor y únicamente dos derrotas; mientras, el Rayo, quien también alimentó gran parte de su ascenso en su labor como visitante, tampoco presenta malos números como local, con 43 puntos obtenidos, 4 derrotas y 43 goles a favor.
Los números están ahí y no hacen más que reflejar una realidad. Sin una gran solidez como local es prácticamente imposible ascender. Este debe ser el año en que, de una vez por todas, el Celta se desprenda de esa aura negativa que parece acompañarlo cada vez que pisa el estadio de Balaídos. A su vez, la afición debe aportar su granito de arena para que sus jugadores no se sientan solos cuando actúan en casa. Es hora de que, entre todos, convirtamos a Balaídos en un estadio que teman los conjuntos rivales, de donde sacar un solo punto parezca tarea imposible. Como en los viejos tiempos.
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