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Foto: @mmourino |
Nadie conoce mejor la intimidad de Carlos Mouriño que su hija. Su relación es de gran complicidad. Ella entiende bien el significado profundo de lo que parece un sencillo gesto. Mouriño es de semblante entre sereno y serio en el escenario público. Botó a petición de la hinchada durante la fiesta del ascenso. Se ha mostrado relajado en otros actos. Pero raramente en el sillón presidencial de Balaídos y no solo por compostura protocolaria. En ese asiento ha sufrido más que disfrutado.
Mouriño tomó en 2006 el relevo de Horacio Gómez, del que era vicepresidente, con el Celta jugando la Copa de la UEFA. Vivió de inmediato el descenso y después el largo lustro en Segunda. Decisiones y resultados lo convirtieron en una figura impopular. Su gestión económica volteó esa consideración, conforme se avanzaba de forma exitosa en el proceso concursal. El ascenso de 2012 trasladó la bonanza a la cancha. Sin embargo, el dirigente celeste no reaccionó con júbilo. Su entorno explica: "Fue más bien un alivio. Se lo tomó como un deber cumplido".
Ciertamente Mouriño, en cada entrevista y cada asamblea, asumía su responsabilidad por la condena de Segunda. La permanencia de la pasada campaña no le permitió un mayor disfrute, más allá de la feliz resolución. Es ahora cuando siente que su proyecto cuaja en diferentes niveles: el juego de la escuadra, su producción en puntos, el protagonismo de la cantera en el primer equipo... Y la reconciliación con un celtismo rejuvenecido y fiel en los malos tragos. Así que Mouriño, tantas veces contenido e incluso enigmático a ojos de los extraños, observa cómo Balaídos baila y se permite sonreír. Un leve aleteo de la boca que su hija Marian, a 9.000 kilómetros y siete usos horarios de distancia, comprende en todo su calado.
Armando Álvarez / Faro de Vigo
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