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Foto: Jorge Landín |
El contraste de emociones fue mayúsculo ayer en Balaídos. Por un lado, una mayoría eufórica, sabedora de que los tres puntos que sumaba el Celta aseguraban –no matemáticamente, pero sí virtualmente– la continuidad de su equipo en Primera División. Por otro, una minoría desolada. El Valladolid llegaba a Vigo en la penúltima posición, necesitaba sumar con urgencia y lo único que se llevó de vuelta a casa fue un carro de goles. Las lágrimas en el banquillo de un desconsolado Bergdich, que minutos antes de ser sustituido dio un involuntario pase de gol a Mario Bermejo (que el cántabro falló), eran el reflejo de un equipo en plena pelea agónica por su salvación.
La victoria de Almería fue la de la tranquilidad. 40 puntos bastaban para intuir al Celta un año más entre los grandes. Pero la afición celeste tenía ganas de celebrar certezas y 43 puntos significaban la permanencia. No al 100%, pero sí al 99%. Suficiente. Por eso se acercaron más de 17.000 personas al vetusto coliseo olívico –cifra más que destacable para un lunes a las diez de la noche– y por eso la fiesta estalló en cuanto Jaime comenzó a recoger balones del fondo de las mallas de su portería.
Orellana, capaz como pocos de generar admiración entre el respetable, sacó a lucir su talento para levantar el ánimo de una afición con hambre de festejo. Balaídos vivía tranquilo al descanso, saboreando una cómoda renta de dos goles que se duplicó en un suspiro tras la reanudación. A partir de ahí, el estadio vigués fue el de las grandes noches. La ola, la Rianxeira, los botes, el "Rafinha quédate", los cánticos de siempre y los que partido a partido empiezan a calar, cada vez con más fuerza, entre la rejuvenecida hinchada celeste.
El himno, emocionante punto de partida a cada encuentro del Celta en los últimos tiempos, ejerció también ayer de colofón al choque contra el Valladolid. El equipo está salvado. Puede que el júbilo sea menor que en el apoteósico final del curso pasado, pero los corazones celestes lo agradecerán.
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