De Gudelj a Iago Aspas


GUILLERMO CAMESELLE

Llegué al mundo un 6 de agosto de 1992, mientras Michael Jordan y su inigualable Dream Team impresionaban al planeta desde una pista de baloncesto en Barcelona. Yo preferí el fútbol. Por aquel entonces me había perdido ya 69 años de ese club que hoy llega a los 90. Ese club que iniciaba una nueva temporada en Segunda, la última justo antes de rozar el cielo.
   
Como es obvio, no recuerdo nada de aquel ascenso. Como tampoco el fallo de Alejo en la final de Copa del 94 ante el Zaragoza. Mi primera imagen del Celta data de dos años después, de un derbi en Balaídos al que acudí de la mano de mi padre. No sabría decir nada destacable del partido, ni siquiera asegurar sin ayuda de la hemeroteca que fue Juan Sánchez el autor del gol celeste en el 1-1 final. Cuenta la familia que pasé los 90 minutos embobado con el guardameta del Deportivo. Tenía un curioso parecido a Carlton, el gracioso primo del Príncipe de Bel-Air.
   
Regresé a Balaídos un año después para vivir mi primera final por la permanencia, muy similar a la del pasado 1 de junio. Aquel día, el Real Madrid, ya campeón de Liga, sucumbió 4-0. Tres de los cuatro tantos fueron obra de un delantero bosnio que desde aquel momento se convirtió en mi jugador favorito. Alrededor de Gudelj fragüé mi celtismo. Suya fue mi primera camiseta, con el 10 a la espalda, la cual todavía guardo con cariño. También el primer autógrafo, escondido ya en algún cajón. Me había perdido sus mejores temporadas, pero había llegado a tiempo para hacerlo mi primer ídolo.
   
Aquel fue su último gran servicio a la celeste. A partir de entonces comenzó su decadencia, pero yo encontré relevo rápido. Era otro 10, quizás el mejor que hayamos visto jamás: Alexander Mostovoi. Gudelj fue el iniciador, pero el ruso se convirtió en el referente futbolístico de una generación. Por aquel entonces, resultaba difícil encontrar un patio de colegio sin un buen puñado de camisetas con el nombre del futbolista de San Petesburgo. Lo tenía todo, fútbol y carácter. Simplemente, un genio. Líder del mejor Celta de todos los tiempos, la figura de una alineación que nos sabíamos de carrerilla: Dutruel; Míchel Salgado, Cáceres, Djorovic, Berges; Makelele, Mazinho; Karpin, Mostovoi, Revivo; Penev. Muchos nos dimos cuanta tarde de lo que significaba esa línea de tres mediapuntas. Magia pura, como también la de los dos que jugaban por detrás. Una delicia.
   
Yo crecí de la mano del Celta europeo. No viví años en Segunda como los pequeños de ahora y antes. Para los de nuestra quinta, la normalidad era ganar en Villa Park o en Anfield, hacerle un 7-0 al Benfica o un 4-0 a la Juve y tutear regularmente a Real Madrid y Barcelona. Crecí también en el fulgor del derbi, en los mejores partidos de máxima rivalidad que he vivido jamás, en victorias y derrotas ante el eterno rival difíciles de olvidar. El eterno duelo entre Mostovoi y Djalminha, la flor del Turu Flores, el gol de Gustavo López, el odio a Fran y Scaloni, el encontronazo entre Giovanella y Manuel Pablo, son episodios de mi infancia. También las llamadas a mi abuelo para celebrar nuestros triunfos y para llorar nuestras derrotas.
   
Porque hubo noches negras. O mejor dicho, nunca hubo noches con suficiente luz. La historia del Celta es también la de un coqueteo con la gloria que nunca se consumó. No recuerdo la final de Copa del 94, pero estuve en Sevilla en la del 2001. A mis 8 años, no entraba en la cabeza la posibilidad de perder aquel partido. Menos aún cuando Mostovoi regaló un gol antológico. Pero se perdió. Todavía no sé cómo, pero se perdió. Esa espina sigue ahí. Lo hemos merecido, pero nunca nos hemos llevado un título a la boca. Lo tuvimos a tiro y no pudo ser. Ahora será difícil topar con una generación tan maravillosa que nos vuelva a acercar al cielo. Sólo queda confiar en que algún día el fútbol hará justicia con aquel equipo que tan bien lo trató.
   
Al igual que a Gudelj, a Mostovoi también le llegó su decadencia. Por el camino regaló alguna que otra lección de fútbol y una clasificación de Champions que no supimos disfrutar. Fue el fin del Celta glorioso. Tenía 11 años y escuchaba a mis mayores decir: “disfruta de esta época, porque la realidad del Celta es otra”. No quería creerlos, pero no me quedó más remedio que hacerlo con los dos descensos, cada cual más duro. El primero concebido como un error. El segundo, el golpe más duro en mucho tiempo. Entre medias, un joven canario muy prometedor fue lo más parecido a Mostovoi que pasó por aquí. Llevaba el 16, pero era un auténtico 10.
   
A partir de 2007, llegaron los años oscuros, en los que incluso te planteas abandonar. No fue así. Recuerdo salir de Balaídos un 6 de junio de 2009 poco menos que avergonzado. Muchos se fueron a Praza América a celebrar la agónica permanencia en Segunda División. Yo, acostumbrado a otras celebraciones, preferí irme a casa y confiar en que algún día terminase esa pesadilla. Hoy me doy cuenta de que ante el Alavés se puso la primera piedra. Fue Iago Aspas, el heredero de un 10 que por aquel entonces llevaba Trashorras, el que invirtió la dinámica. Hicieron falta tres temporadas y el penalti de Michu para recuperar el sitio perdido. A la cabeza de la reconquista, un chaval de Moaña con muchos goles y el mismo dorsal que un delantero bosnio 19 años atrás. El último gran ídolo.

Hoy, asentados en Primera tras dos alegrías –la del ascenso y la de la permanencia- mucho más intensas que cualquier clasificación europea, el Celta cumple 90 años. Por mi parte, son ya 21 años de vida y 17 desde la primera vez que pisé Balaídos. Esta es mi historia, la crónica de mi amor por un equipo que hoy está de cumpleaños. Empecé con Gudelj, me encontré con Mostovoi y acabo de despedir a Iago Aspas. Mi celtismo se entiende alrededor de la figura de un 10, y diez son precisamente los años que restan desde este momento para alcanzar los 100. Años de pasión, de tesón, de valentía, corazón, orgullo y tradición. ¡Felicidades Celta!

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