![]() |
Foto: pablocoira.com |
Aquel año fue tan ilusionante como complicado. Lo recuerdo perfectamente. Mi asistencia a Balaídos venía repitiéndose ya durante unos cuantos años por influencia familiar, pero la inocencia propia de un niño no me permitía disfrutar del fútbol (y por consiguiente del celtismo) como se merecía. Me entretenía con cualquier cosa y dejaba de lado todo aquello que ocurría en el césped. Incluso a veces me llevaba conmigo algún tebeo o algún libro para sorpresa del respetable que se sentaba a mi alrededor. Nadie lo entendía. Incluso mi padre, decepcionado por no teñir de una vez por todas mi corazón de celeste, se volvía hacia mí frunciendo el ceño y amenazando con quitarme mi preciado conjunto de letras. Los goles, las jugadas, el espectáculo y las victorias me eran totalmente ajenos.
Hasta aquel año. Corría la temporada 2000/2001 y el Celta encaraba una nueva presencia en la Copa de la UEFA. Los Mostovoi, Karpin, Gustavo López y compañía ilusionaban quizá más que nunca en toda la historia del club vigués. Como era habitual en mi, comencé la temporada todavía sin estar totalmente enganchado a ese sentimiento al que toda mi familia llamaba “celtismo”. Pero poco a poco, y supongo que fruto de mi incipiente madurez, comencé a sentir algo dentro de mí que nunca antes había sentido. Pasaban los partidos y cada vez prestaba más atención al terreno de juego y menos a los libros y tebeos que ya, poco a poco, tenían menos presencia cuando cruzaba las puertas de nuestro entrañable estadio. Dejando la timidez a un lado, me unía a todo el mundo al celebrar los goles, aplaudía como el que más y me desesperaba con los (frecuentes) errores de los árbitros. Empezaba a entender de qué iba esto.
Y entonces llegaron los meses cruciales. Nuestro “Celtiña” comenzaba a avanzar rondas sin descanso en la Copa del Rey y en la UEFA. Y lo hacía embelesando, seduciendo a los amantes del buen fútbol y convirtiéndose en un equipo querido más allá de las fronteras de nuestra ciudad e incluso de Galicia. Aquello tenía cada vez mejor pinta. Sin comerlo ni beberlo, nos plantábamos en los cuartos de final de ambas competiciones y el orgullo cada vez era mayor.
La primera eliminatoria fue la de la UEFA. Nos tocaba jugar contra el Barça de Rivaldo, un Barça lejos del que conocemos hoy en día y con muchos problemas en todas sus líneas. Podíamos plantarles cara. El resultado de la ida, 2-1 (con un inolvidable gol de Pablito Coira), estaba lejos de ser perfecto, pero permitía albergar esperanzas en la remontada de Balaídos. Era posible. Y aquel partido, aquel maldito partido, fue el que provocó una reacción incontrolable en mis sentimientos futboleros, que hasta aquel entonces creía dormidos casi para siempre.
Un inconmensurable (aunque limitado de movimientos) Rivaldo se sacó dos cañones de la chistera y parecía romper el sueño. Y entonces llegó Catanha, aquel peculiar delantero que creaba tantos seguidores como detractores, con un gol que nunca jamás en mi vida seré capaz de olvidar. Un trallazo desde fuera del área que se coló como un obús en la escuadra que defendía un adolescente Pepe Reina. Qué maravilla. Salté como nunca antes lo había hecho y comencé a creer. Podíamos llevarnos el partido. Gustavo López consiguió empatar de penalti y Mostovoi, con una volea muy de su estilo, acercó el sueño de las semifinales a Vigo. Nadie nos podía parar. Bueno, salvo una figura que ya, en multitud de ocasiones, nos paró irremediablemente: el árbitro. En los últimos minutos, Mostovoi cabecea un córner al área e incomprensiblemente, por falta al portero, el trencilla de turno nos da un golpe en el estómago. Mi inocencia, que no contaba con los goles fuera de casa (una injusticia que debería erradicarse cuanto antes), no comprendía cómo podíamos quedarnos fuera a pesar de haber ganado.
La venganza, tras pasar en cuartos contra el Mallorca, nos la tomaríamos en las semifinales de la Copa del Rey contra el mismo Barcelona. Una eliminatoria en la que Berizzo se erigió como el mariscal que siempre fue nos llevaba al sueño de nuestro primer título. Sueño que, como tantas otras veces, se convertiría en una pesadilla. Tras un viaje infernal en autobús, llegué con toda mi familia a la Cartuja de Sevilla con el celtismo ya inyectado en vena. Nunca me sentí tan feliz, futbolísticamente hablando, como en aquellos prolegómenos viendo a toda una ciudad ajena teñida de nuestro representativo color celeste. La felicidad se prolongó durante exactamente 23 minutos, los que tardó Aguado en empatar una diablura de Mostovoi. A partir de ahí, impotencia. Desolación. Nunca un partido de fútbol fue tan incomprensible como aquel. Nunca el fútbol fue tan y tan cruel con el celtismo.
Así fue como un preadolescente, volviendo en un autobús para olvidar de camino a Vigo, se dio cuenta de qué era ser del Celta. Hicieron falta varios años de indiferencia y dos derrotas, posiblemente las más duras y difíciles de digerir de toda nuestra ya dilatada historia, para que aquel corazón se viese tocado perennemente por el equipo de mi ciudad. Y desde entonces, invariablemente, ocupé mi asiento en Balaídos lloviese o hiciese sol ganásemos o perdiésemos. Vinieron tiempos bonitos, los mejores de siempre. Y también vinieron los momentos complicados, que por fuerza se antojan tan importantes o más que aquellas tardes de gloria. Porque como buen celtista, como buen sufridor, me hice de este equipo por dolor en aquellas dos fatídicas tardes de fútbol.
¡HALA CELTA!
0 comments:
Publicar un comentario