
Michu protagonizó la que tal vez sea la imagen de la jornada. Finalizado el partido, el asturiano, que había sido sustituído unos minutos antes por Paco Herrera, se quedó sentado en el banquillo, paralizado, completamente inmóvil y con la vista perdida en el infinito.
El estadio se vaciaba poco a poco, con la parsimonia que dejan las derrotas. La depresión fue cediendo para dar paso al plástico de las butacas, cada vez más visibles. Pero allí seguía Michu. Impertérrito, con la camiseta de entreno de Abalo puesta y el maldito número 7 que representa tan gráficamente el número de partidos en los que el Celta no conoce la victoria.
Puede que haya un sector de la grada que no perdone jamás a Michu. Nunca lo entenderé. Todos nos merecemos ser perdonados una, dos o las veces que haga falta. Desgraciadamente, ya nada de lo que haga Michu será suficiente para convencer a cierto sector de que es un jugador, ya no válido como futbolista, sino incluso como persona.
Esa parte de la afición no le perdona al asturiano esos andares de jugador de NBA. Los brazos caídos y la figura desgarvada se confunden con flaqueza. La rebeldía del pelo tampoco está bien vista. No es el yerno perfecto, y muchos buscan yernos en vez de futbolistas.
Y sobre todo, no ayudó su rendimiento en lo que va de temporada, pero algo ha cambiado. Si la semana pasada destacábamos su buena actuación en el Benito Villamarín, ayer volvió a ser de los mejores (o menos malos según se mire) de un Celta que se sigue desangrando semana a semana. A Michu se le vieron esos detalles que hacen creer que tiene potencial para jugar en Primera, su gran sueño, y además, por fin en mucho tiempo, se le vieron ganas por llegar.
No es extraño que Herrera haya visto un cambio de actitud, tan anunciado como esperado. La pena es que ese sector de la grada que ha decidido que debemos crucificar a este hombre por creerse lo que no es jamás rectificará. Ojalá nos dure mucho este Michu.

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