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Foto: Jesús Sancho |
Es el derbi gallego, ‘o noso derbi’, uno de los partidos más
peligrosos (y engañosos) del año. En él no valen los quilates de cada equipo,
tampoco la situación clasificatoria de ambos, ni siquiera el umbral
presupuestario que unos y otros se impongan a principio de temporada. Por no
valer no vale, a priori, casi nada. Porque una vez rueda el balón en el césped,
ante toda Galicia (y el sábado pasado, ante toda España) lo único que imperará
será el resultado. Ni tan siquiera será relevante quién haya desplegado mejor
juego durante esos 90 minutos de agonía y tensión, durante el grueso de ese
partido tan poco definitorio en lo puramente futbolístico. Sin ir más lejos, el
último año que este partido tuvo lugar en Riazor, el Celta salió ajusticiado
por los pupilos de Fernando Vázquez. Algo, a la postre, casi intrascendente
porque los que aquella noche celebraban terminaron descendiendo a Segunda
División.
Pero, en esto del fútbol, lo normal es ganar cuando haces
bien las cosas. O, al menos, no perder. La frialdad, por primera vez en años,
se apoderó del equipo vigués en uno de estos partidos tan viscerales. Algo que
debe ser celebrado ya que casi nadie se atreverá a decir que el Celta, con ese
0-2 y el dominio casi total del ritmo del encuentro, mereció otra cosa en
Riazor que no fuese la victoria. Y eso que empezaron los locales con mucha
intensidad, adelantando líneas e incomodando a los del Toto Berizzo con una
presión que surtía efecto en tres cuartos de campo. Pero quedó demostrado que,
para que esa presión tenga continuidad, has de tener un tono físico muy alto y
un plan de juego que sobreviva a dos o tres jugadores de calidad. Una vez a los
de Víctor Fernández comenzó a fallarles la gasolina (prácticamente a los 15
minutos de partido), el Celta se hizo con el balón y monopolizó el fútbol.
Lo hicieron dos hombres, tan distintos entre sí, pero tan
similares en su trato exquisito de la pelota desde el medio del campo: Augusto ‘El
Negro’ Fernández y Michael ‘El Gran Danés’ Krohn-Dehli. El argentino desde el
pivote ¿defensivo? y el pequeño diablo nórdico totalmente liberado tras la línea
de delanteros. Qué partido de ambos, en todo aquello que le da sentido al
juego. La colocación, la brega, la inteligencia al ocupar espacios, la conducción,
el temple del juego, la distribución, el talento. Dos jugadores,
internacionales ambos, con una calidad inmensa para marcar las diferencias
entre un equipo que no deja de crecer y otro que todavía se está construyendo. Ese
fue, prácticamente, el sino del partido. Se jugó de poder a poder hasta que
Augusto y Krohn, ‘El Negro’ y ‘Dehlicatessen, decidieron que ya estaba bien.
A partir de ahí al Celta le faltó verticalidad. Se llegaba
mucho y bien, pero faltaba más presencia en el área. Charles, que era de la
partida después de cinco jornadas, peleó pero fue bien sujeto en la primera
parte por los centrales deportivistas. Orellana y Nolito percutían, pero también
perdían muchos balones y se empeñaban en hacer siempre la misma jugada. Se llegó
al descanso con la sensación que alumbraría la segunda mitad: faltaba una ocasión
clara para ponerse por delante, ya que por juego la superioridad ya era
evidente. Y así fue, porque en el primer minuto Augusto roba un balón y sirve a
Nolito para que este, aprovechando un bellísimo movimiento de arrastre de
Charles, ceda a un Orellana genial en el centro al segundo palo para el propio
delantero brasileño. Un golazo en transición ofensiva que dejaba a las claras,
de una vez por todas, quién mandaba en el partido.
El plan siguió siendo el mismo a pesar del tempranero éxtasis.
El Celta jugó y jugó y bien pudo matar el encuentro, pero un par de desajustes
defensivos (provocados por la oleada coruñesa de los primeros 15 minutos) casi
cuestan caro si Oriol Riera, quién sabe si recordando su pasado celeste, no
marrase una ocasión prácticamente a puerta vacía. Justamente después, como si
de una acción inevitable del destino se tratase, llegó la segunda amarilla de
Lopo forzada de nuevo por Charles. Sería la última acción del delantero céltico
en el partido, que dejó su puesto al argentino Larrivey para que este, en un
tremendo despiste de Luisinho provocado por la intensa (¡minuto 80!) presión céltica
que terminaría en el gol definitivo.
A partir de ahí poco se jugó, más bien se celebró. Después
de tantos años de sinsabores, de descensos y ostracismos, de concursales y
sufrimiento; se volvió a ganar en Riazor. En una cancha que deja mejor sabor
que ninguna y que, además, refrenda el cambio de actitud del equipo y la
flexibilidad de Berizzo en sus ideas. El equipo vuelve a ir lanzado, juega
bien, domina los partidos, sale a ganar. No es aquel conjunto timorato de las
malditas 10 jornadas, ni el suicida de muchos momentos de la temporada. Es la
constatación de que se empieza a madurar a través del balón y la tranquilidad. A
través de la paciencia y el buen hacer. Las más de mil gargantas celestes que
allí disfrutaron pueden gritar orgullosas, en el mejor escenario posible, que sí,
que el Celta ha vuelto. Esperemos que sea para quedarse.